jueves, 30 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 11.



Mamá me llama triste por teléfono para avisarme de la muerte del tío Pedro, el último miembro de la estirpe por el lado paterno de su linaje. Yo la escucho en silencio, pero le expreso en cuanto puedo lo primero que se me ocurre. "Era muy bueno el tío", le digo. Al otro lado de la línea, su pesar. De este otro lado, la absoluta incompetencia para decir algo más congruente en torno a la figura del querido viejo desaparecido.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 10.



Enfermo desde hace días por un resfriado obstinado en no dejarme. Buenas noticias a mi alrededor, mientras los días se precipitan, pareciera que con angustia, hacia el final del año y de la década. Mi amiga G. me envía por correo electrónico el discurso que a principios de mes pronunciara, ante la Academia Sueca, nuestro muy admirado Vargas Llosa, con motivo de la recepción del Nobel. Otro poeta, el gran Ramón Bolívar, me regala libros, parte de una biblioteca vasta que se ha propuesto, según creo, obsequiar en su totalidad. Me apresto, así, plagado de trabajo y de lecturas pendientes, a recibir lo más serenamente que me sea posible el impacto brutal del ruido que consigo trae la Navidad.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 9.



Ningún día como el de hoy para sentirse eminentemente "guadalupano". Ninguno mejor para sentir que, ahora sí, la fiesta puede ir empezando como Dios manda, y que de hoy en adelante, y hasta bien entrado el año nuevo, los mexicanos tenemos los días contados para "atorarle" al festejo. ¿Qué sabrán -si es que algo saben- de culto mariano los taxistas y sus bulliciosas procesiones camino de algún templo? ¿Qué sabrán de adorar los "pochimovileros" de mi colonia, los tenderos, los empleados que sacan de algún lado su fervor histriónico-religioso, los cantantes que por la televisión exhiben ante todos su amor insuperable por "la morenita"? ¿Qué sabré yo de todo ello? En cambio, admiro a quienes sí parecen saber de la razón de su recocijo. En la casa de mis padres, por ejemplo, mamá regaló pastelillos a las buenas señoras que acudieron puntualmente, como todos los años, a ofrendarle sus voces al pequeño altar que instaló en el patio. Repito: ¿qué sabremos de festejar nosotros: los solitarios, los embriagados con tanta celebración insulsa, los renuentes a la fe, los borregos que peregrinan sin sabe por qué, pero peregrinan, los indiferentes, los rezadores que repiten hasta la saciedad un credo que tal vez no sientan en carne viva? ¿Sabremos, después de todo, algo de todo eso?

lunes, 6 de diciembre de 2010

Un poema

El sil
Lejanías


Bajo la extensa piel que me contiene, el silencio.
La voz sajada que no sabe que sé más de ella misma
que de mi propia llaga.
Bajo el nudo sostenido en la garganta,
la terca respiración, la sístole y la diástole de ser
de cara a la derrota que enmudece.
En esa condición
-en esa cicatriz desamparada-
nombrar lo que precisa de la luz
es devolver a la materia sus despojos.
Es transigir ante los estallidos de la desolación
como si de una senda de abrojos se tratara.
Y en ese silenciar de voces y susurros,
en ese desconfiar de las palabras,
la luz es una dádiva ofreciendo a la sombra
su infinita voluntad de no morirse.
Lo demás, como páramo celeste,
como abismo nombrado mientras nombrar
es semejante al acto mismo de fundar el mundo.
Lo demás es callarse.
Dejar que, traspasada la nítida sensación de lejanías,
la luz cuente la historia
de nuestra bienehechora incertidumbre.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Diario peligroso. Día 8.



En una clínica del Seguro Social, por la tarde. Padecerlo, aguantarlo, resistirlo. Soy uno más de entre una larga lista de espera que parece, por momentos, no decrecer y sí, en cambio, incrementarse. El estudio radiológico al que habré de someterme no es nada del otro mundo, pero aquí las cosas adquieren la apariencia de males mayores. Una mujer malencarada y de malos modales es la que se encarga de atenderme. Me es imposible no demostrarle mi disgusto y ella me corresponde con un trato gélido, cortante. Después de casi tres horas de aguantar la espera, otra mujer me llama por mi nombre para entregarme los resultados. Le agradezco y me despido con la mayor carga de cordialidad que me es posible. Ya fuera de la clínica, dentro de mí, un diablo dice pestes del infierno del que, por fin, ha conseguido escabullirse.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Diario peligroso. Día 7.



Día esplendoroso. Hay un suave equilibrio entre el calor de las tardes veraniegas y el fresco de los primeros días de invierno, tal y como éste se vive en el trópico. La mañana invita a abrir las puertas de par en par y salir a las calles, al refugio de las horas que transcurren mientras un suave vendaval crepita al estrellarse contra los rostros. Con la armonía del domingo, la calma de los moradores. El descanso que sucede a la semana laboral y la breve libertad -¿ilusoria?- de tanto súbdito de los nuevos tiempos. Apenas ayer, la calle principal del lugar donde vivo se llenó de pequeños. Uniformados para la ocasión, los niños practicaban sus  rutinas aprendidas y, a los ojos de sus maestros, se aprestaban para el desfile deportivo con motivo del primer centenario de la Revolución. Me pregunto si los niños guardarán idea del significado de lo que, tal vez sin sospecharlo, conmemoraban. Me pregunto lo mismo de la gente como yo. En los diarios y en la televisión, imágenes de magnas celebraciones a lo largo del país entero. El presidente asiste a esto y lo otro, engalana esto o aquello y el festejo cierra, así, con un año plagado de patrioterismo. Mucha tinta derramada a propósito de gritar a los cuatro vientos el orgullo de ser lo que somos, tanto dinero repartido. Antes de mediodía, asisto a la primera junta de vecinos organizada después de mucho tiempo. Me alegro: ese es talvez el mejor de los indicios de que, por fin, la revolución ha comenzado en efecto a revolucionarnos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Diario peligroso. Día 6.



Hace casi una semana fue mi cumpleaños. La fecha me sorprendió en medio de una abulia inesperada, atrapado en un fastidio que no sé por momentos definir. De mi parte, atareado con las ocupaciones de la vida cotidiana, en las mil y un rutinas del trabajo, tuve en los días previos la impresión de no tener el ánimo suficiente para el festejo. El día en que llegué, por fin, a la edad que ahora tengo, recibí muestras de afecto que me devolvieron la confianza. Gestos que consiguen sostener a la intrincada relojería que con el tiempo me he construido para seguir vivo. En una pequeña, aunque emotiva, comida familiar, organizada por mi mujer y mi madre, seguida por una intermitente sobremesa, consistió toda la celebración. Con ello me basta y me doy por bien servido. Mirándolas a las dos, entusiasmadas y sonrientes por un aniversario más del hombre que, a sus ojos, tantas cosas merece, me pregunto si en verdad todo ello merezco. Yo, que olvido con frecuencia hasta el nombre de la risa y del olvido.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Poesía de la edad de oro: Yo también hablo de mí

Margarito Palacios Maldonado, Yo también hablo de mí, México, Publidisa, 2010, 90 pp.



"Poética de juventud". Así se refiere Margarito Palacios Maldonado a la poesía contenida en Yo también hablo de mí (Publidisa, 2010), libro que sorprende debido a la inesperada predilección de su autor por una escritura que remite a una suerte de "edad de oro" en su trayectoria literaria. Escrito entre 1974 y 1980, cuando el joven Palacios contaba aún la segunda década de su vida, el título da cuenta de una producción escritural instalada en un tiempo concreto, el tiempo en que un poeta en ciernes irrumpía en el mundo para atestiguarlo y para domeñarlo desde las palabras. La mirada de Margarito Palacios (Huetamo, Michoacán, 1957) corresponde, pues, en el volumen a la mirada del joven que se reconoce en aquello que acontece; también en lo que bulle en su interior y acaba por dar forma a la expresión eminentemente lírica de casi todos sus textos.

No hace falta, por otro lado, adentrarse demasiado en Yo también...para coincidir en que, en efecto, hay allí una materia que no puede tener otra fuente que los devaneos de la añorada juventud. Como Lope de Vega, que a los dieciocho años dio a conocer su celebrada Arcadia; como Víctor Hugo, que a los quince ya había ganado varios premios florales por su tragedia Irtamene, o como el precoz Keats, que desde los dieciséis años descubrió su natural predilección por la poesía, Margarito Palacios discurre en este libro con los procedimientos propios de una época soñada y galopante en la que el lenguaje se construye sobre una base vivencial por momentos excesivamente visible. Así ocurre, por ejemplo, en Ciudad de México, primera parte del libro, pero también en los apartados Solo y Quisiera. En cada una de esas estancias el poeta escribe desde su condición de hombre-joven, joven-hombre asomado hacia su realidad inmediata y hacia aquello que sólo puede percibir desde el arrobo de su inexperiencia. En la primera, la ciudad lo encandila hasta el punto de fascinarlo y provocarle la más abismal de las repulsas.

                                  Ciudad, tengo que soportarte
                                                   porque de tus senos me nutro,
                                                   porque de tu espíritu falaz me enriquezco,
                                                   porque en tus sábanas grises me cobijo y,
                                                   además, con tu fealdad me haces sentir hermoso.

Emparentada con esta actitud de búsqueda y descubrimiento, de encuentros que se descartan para dar paso a nuevas aproximaciones al sentido, la llegada del poeta a los terrenos del lenguaje es un acontecimiento que la sección Imágenes sin razón inaugura en el poemario y que también comparten los otros apartados, más referidos a los sucesos que el poeta experimenta.

                                    Aun en su parquedad, el lenguaje crece,
                                                      se agiganta y se constriñe
                                                      como el motor que mantiene el ritmo de mi vida...

Descubiertas las posibilidades verbales del poema, el poeta traza retratos de sí mismo. Ora es el solitario que se sabe distinto merced a la maldición que lo posee (Estoy solo. Aquí nadie me busca,/nadie me llama, nadie sabe de mí/ ni entiende mi lenguaje...), ora el amante que clama con una lengua ordinaria por el amor que se ha ido (Toqué tu piel/ de pétalos de rosa/y aspiré el balsámico aroma/de tu condición de mujer./¿Y que quedó?/¡Nada, nada!...). Hacia el final, el libro da cuenta de la aspiración de una poesía por asimilarse a la tierra, la dadora de vida, la fecundadora por excelencia. Por ello a la tierra se le confiere corporeidad; ella como elemento al que el poeta se asemeja en su vuelta a los orígenes; ella, la Tierra Caliente a la que el joven que habla en los poemas extiende sus brazos de hijo ausente (Mi cuerpo es un pequeño valle de Tierra Caliente./Mi temperamento lo forjó el sol cegador/ en el yunque del cultivo del maíz/ verde y exuberante,/y el ajonjolí frondoso y agobiante...).

Con evidentes muestras de una poesía que, aun y con los inevitables giros y lugares comunes de los poemas primeros, señala un derrotero para una obra sin continuidad aparente (dada su tardía aparición), Yo también hablo de  mí no deja de ser un libro peculiar dentro del contexto de la poesía "juvenil" publicada desde hace algún tiempo en Tabasco. Lo es porque, a diferencia de buena parte de la produccción poética vigente, el libro mantiene un discurso que oscila entre la perspectiva romántica del alma joven y la identificación de lo bello, de la materia poetizable, con una naturaleza exaltada, vitalmente presente a través de sus páginas. En ese sentido, la de Margarito Palacios, bien pudiera ser una voz que, oculta, ha dejado durante años de nutrir el magma latente de la poesía mexicana contemporánea; una pluma que, con menos pudor y timidez, mucho habría de aportar a la siempre necesaria polifonía de voces de la, por momentos, monocorde poesía tabasqueña.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Diario peligroso. Día 5



Anteayer fue día de muertos. El país entero se volcó en un rito proveniente de tiempos antiquísimos, cuando la muerte y la vida eran dos formas distintas de hablar de lo mismo, cuando la primera prolongaba a la segunda con la naturalidad de un atardecer que sucediera al día. Acompaño a mis padres al panteón. En medio del gozo de los vivos, el silencio de los sepulcros. Los hay de todas formas y diseños. Cada uno manifestando a su modo la vida pasada de quienes allí reposan; cada uno hablando silenciosamente de los vivos que acuden o se alejan del recuerdo depositado en una tumba. Junto a mis padres, rezo. Mi madre entona cánticos que mi padre secunda. "Mira, allí está el viejo", dice luego mi madre cuando me señala una fotografía de mi abuelo Salvador, colocada sobre su lápida. Mi padre, por su parte, me muestra inesperadamente la capilla que ha mandado a construir sobre la bóveda que adquirió años atrás en previsión de lo que, en palabras suyas, debe siempre preverse. Apenas si acierto a responderle. Me limito a observar las formas rectangulares del techo cónico de la capilla y aprecio, en cuanto puedo, su superficie cubierta de azulejos. Cuando nos retiramos, me parece encontrar en las esquelas de los sepulcros a mi paso el registro completo de medio pueblo. Allí, bajo tierra, la constancia absoluta de nuestra indoblegable pequeñez.

jueves, 21 de octubre de 2010

Un poema


A una desconocida


Estas letras sedujeron al potro que llevo por memoria:
"Ella prefería las flores, las armerías marinas y las crestas de gallo"
Ella:
         ¿Quién es ella?
                                      ¿Cuál es su nombre?
¿Quién ha escuchado su sibilante voz prorrumpir
cuando todos ofrecen al silencio su pequeña mansedumbre?
Entonces la noticia de un faro que destella.
Una noche moteada por el faro
y la visión lejana
                                   -lejanísima-
                                                         de la bahía desierta.
Las ventanas en mansarda,
desde donde es posible vivir la lasitud del paraíso,
reproducen a su modo la travesía del regreso.

Ella es apenas un eco que se asoma:
una hoja boyando entre la inmensidad de las arenas.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Diario peligroso. Día 4.



Llamada de A. Me dice que quiere verme. Que ha pasado ya un buen tiempo y que es preciso reencontrarnos. Su llamada me llega en un momento de redefiniciones personales, de unos cuantos cambios en la esfera familiar y de catástrofes anunciadas por todos lados. Le digo que sí, que es bueno que nos veamos. Le advierto de los peligros que podría correr en medio de tanta inundación y tanta agua, pero, con todo y ello, insiste. Colgamos. Sonrío para mis adentros. Me alegro. Después de todo, el tiempo parece no hacer mella en una relación que creí muerta desde hace mucho y en una época de naufragios, de patéticas inundaciones, un afecto que se fue vuelve a la carga, como si nada de lo que pasó hubiera ocurrido. A lo largo de los días, ideas de relatos, de historias inconclusas pasan por mi cabeza y es tanto lo que puede llegar a escribirse que la sola imposibilidad de registrar todo lo que se me ocurre me obnubila. Hace algunas semanas, por ejemplo, empecé a concebir la historia de unos amantes. La historia vino a mí cuando la mujer que hace las veces de líder de mi esposa en el negocio que emprende me recibió en su casa para entregarme un encargo. Allí estaba ella, afable y cordial en los jardines de su casa. Sus cabellos teñidos de rojo caían ensortijados sobre sus estrechos hombros y una mirada atenta, particularmente concentrada, se clavaba en mí con una fuerza inquietante. ¿Y si una mujer como ésta -pensé-, en su aplomada madurez, accediera a ser la amante de un hombre joven? ¿Y si ese hombre aprendiera a amarla al grado tal de no poder vivir sin ella ni olvidarla? La mujer me despidió más tarde con un dejo de ternura dibujado en el rostro. No sabe que, tras aquel breve encuentro,está próxima ingresar a una inmensa galería de personajes sin nombre y sin esperanza. No sabe que su vida iluminó brevemente la mía con el rigor de una llama extendida por el soplo de las flores que en el jardín la circundaban.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El cuerpo o la búsqueda de la inocencia en Níger Madrigal



En un tiempo en que el cuerpo parece cada vez más un excluido del discurso poético, en medio de una posmodernidad transida de lo que cierta crítica ha bautizado como la “desterritorialización” de los cuerpos –en tanto productos incrustados a un ámbito logrero – la escritura de un libro como El cuerpo sitiado, de Níger Madrigal (Cárdenas, 1962), constituye un suceso afortunado dentro de la arriesgada trayectoria escritural de su autor. En sí mismo, el título es fiel a esa tradición literaria que ha encontrado en la aproximación estética a la forma humana un vehículo para la manifestación del placer y del dolor, lo que equivale innegablemente a la contemplación artística de sus posibilidades y sus límites. Eros y Tánatos en un diálogo perpetuo reproducido por el inmanente lenguaje del arte. A diferencia de esa gran vertiente erótica y hedonista que recorre buena parte de la literatura, desde los mitos griegos y judeocristianos hasta el boom del erotismo en los años sesenta, pasando por las obras cimeras del Marqués de Sade, Georges Bataille, Henry Miller y Anäis Nin, en El cuerpo sitiado no se celebra al cuerpo y su desnudez; más bien se lamenta su cercanía a los límites secretos de la muerte. Allí donde antes hubo brío y desmesura ahora sólo resta la memoria, la suficiente para mantener con vida a un cuerpo macerado por el tiempo y por el ritmo sigiloso –convulso– de la sangre. En el libro no hay, pues, de manera particularmente intensa en su primera parte, una conculcación del cuerpo; hay, más bien, una nostalgia adamítica por un pasado que empieza a ser remoto entre la inexorable marea de unos días francamente agónicos.

                                    ¿Y dónde el tiempo de los deseos consumados, la estación del
                                     instante que germinó cierto aroma de venturosa alegría, el calor de
                                     los miembros entregando sin excusas sus territorios frutales?

En medio de su riqueza represada, el lenguaje de El cuerpo sitiado guarda en su segunda parte un giro que funciona como contrapunto. El cuerpo y su demolición lenta y progresiva toma pronto la forma de una mujer que mira con ojos pávidos hacia la otra orilla del tiempo. El largo poema Mujer sentada en el umbral del último asombro corresponde, en última instancia, a la expresión humanizada y viva de ese sitio al que el libro alude y al que el cuerpo es sometido inexorablemente con la muerte.

                                      Tendida en su íntima isla de la que nunca ha logrado salir,
                                      se desliza entre dos abismos como el gran navío de Amarcord
                                      y entrevé esa larga travesía de la luz evidenciando a su paso
                                      los contornos que forman un esqueleto adivinado.

Con Bajo el signo de la voz, poema que inaugura el tercer apartado del libro, Níger Madrigal se interna en el terreno, siempre cenagoso, de la poesía que, sin ser del todo una poesía del yo, se vuelve diálogo y asunción de un nosotros comulgando bajo el peso inobjetable de la voz. Ésta adquiere un carácter polisémico, pues lo mismo connota a la voz poética (Hoy retrataré árboles/desde la cubierta de un barco de niebla y madrugada/ y daré gracias por el árbol de tu voz lleno de purísima garzas aún dormidas) que la voz de los amantes abrazados en un abrazo eterno de felicidad impostergable (¿Cómo escapo a tu palabra insomne y amorosa/si un acento llega desde tus labios/ dentro de una tempestad magnífica?). En el contexto subyacente de la relación del ser con la muerte, la voz de este poema no podría ser otra, por otro lado, que la muerte misma llamando desde los orígenes (Mi madre dice que no te ama,/aunque siempre te escucha dentro de una enredadera tenaz/sembrada en tierra advenediza como un cáncer./Es media noche y todo zumba/hay un trapecio en la oscurana/donde tu voz se mece y luego salta).

Cuando se llega a Veneración por los objetos, el penúltimo poema fragmentario del volumen, uno no puede menos que recordar al célebre soneto Las cosas, de Jorge Luis Borges.

                                         El bastón, las monedas, el llavero,
                                         la dócil cerradura, las tardías
                                         notas que no leerán los pocos días
                                         que me quedan, los naipes y el tablero…

                                         Durarán más allá de nuestro olvido;
                                         no sabrán nunca que nos hemos ido.

Como en Borges, el sentido de los versos de Níger Madrigal es la fatalidad de los objetos, el límite que establecen alrededor de aquel que los posee. Si los anteojos, el bastón o el despertador están allí en la realidad por ser parte de un mundo que, desprovisto de palabras, corre el riesgo de permanecer falto de significaciones, la poesía, parafraseando a Michel Foucault, les restituye su lugar entre el gran teatro de las imágenes y los símbolos. La poesía, pues, nombra y al nombrar hace posible la existencia de lo que antes pudo haber pasado como simple materia inanimada.

                                      El cuerpo insomne flota entre objetos
                                      y los multiplica para invocar el sueño,
                                      donde también ellos habitan etéreos
                                      en la fragilidad de una invención inesperada.
                                      El cuerpo sitiado se convierte en objeto descompuesto, irreparable,
                                      conquista un territorio de la casa para instituir
                                      su lenguaje de masa inanimada,
                                      y tal vez en ese sitio, olvidar sea la dulzura,
                                      el principio del regreso al país que ha extrañado.

No es curioso que El cuerpo sitiado culmine con un poema destinado a funcionar como autorretrato. En tanto modalidad de autorrepresentación del cuerpo, el retrato propio es una práctica extendida en el arte y la literatura que ha dado lugar a, por lo menos, dos posiciones opuestas entre sí. Por un lado, la que mistifica y universaliza el cuerpo hasta hacer de él una caricatura; por otro, la que desconstruye las verdades adoptadas como tales a la hora de aproximarse a la propia figura. La primera supone que el cuerpo autorrepresentado es una manifestación que puede generalizarse y anular lo diverso en pos de una supremacía del yo; la segunda procede a partir de la crítica y el pensamiento. Desde la óptica de esta postura, la auto-apreciación del cuerpo está en función de las construcciones culturales vigentes y de los valores simbólicos que condicionan su aceptación o su rechazo. En Retrato autobiográfico en técnica mixta, Níger Madrigal apela a su oficio paralelo de pintor para dibujar su historia mínima. Lo hace desde el conocimiento de que será imposible retratarse sin falsear la verdad que su propia mirada impone. Escribe entonces:

                                     En fin, tomo paleta y pincel
                                     y hago el primer trazo sobre el lienzo de mi historia tensa.
                                     Veo mi rostro en el espejo:
                                     es el rostro que contiene la brevedad del tiempo
                                     consumido de golpe ante el asombro,
                                     es el rostro de un hombre insomne y traslunado
                                     donde alguna vez estuvo un niño
                                     que corría descalzo por los arrozales
                                     en la pepena de espigas despreciadas por los cosechadores.

Acaso en este autorretrato hecho de letras esté la clave de El cuerpo sitiado. Si el poeta ha discurrido sobre el cuerpo –el cuerpo de cualquiera que será, en última instancia, su propio cuerpo– será porque la idea que de él tiene se resuelve en un orden monádico, donde todo halla un lugar si es el lenguaje de la poesía el que lo expresa. Surcados por el afecto, el dolor, los instantes precisos que fraguaron un rostro y por la infancia gozosa que un día terminó por escabullirse, los versos del retrato que Níger Madrigal perfila de sí mismo iluminan con justeza los otros poemas del libro. “Todo hombre busca volver a su inocencia”, se lee hacia el final de El cuerpo sitiado.

Cierto: la inocencia capaz de retirarle al cuerpo el sitio de la muerte y de su infame afrenta.

El presente texto habrá de servir de prólogo al libro El cuerpo sitiado, de próxima aparición bajo el sello de una editorial chiapaneca.

martes, 7 de septiembre de 2010

Tabasco: el sitio de las aguas



La imagen es, más o menos, la misma. Los miles y miles de costales, como remedo de muralla improvisada, bordeando una ciudad que se resiste al embate de las aguas. Las familias que han visto en sus hogares la invasión lenta, y en no pocos casos, sorpresiva de los ríos y el consecuente éxodo, la salida forzada y dolorosa hacia el albergue, ese supremo refugio de desamparo democráticamente repartido. La imagen que, en honor a la verdad, tendría que contar con las figuras de cientos de efectivos del ejército mexicano y de la armada ejecutando el ya recurrente plan DN III, corresponde a una opulenta –al tiempo que miserable– Villahermosa, capital del otrora “laboratorio de la revolución”, como alguna vez dijera de Tabasco el presidente Cárdenas. Enclave de un territorio en el que han convergido estrategias de toda laya –crecimiento monoexportador, desarrollo agroindustrial y un abusivo aprovechamiento petrolífero– la festiva capital conserva en su memoria el recuerdo traumático del 2007 y se prepara –por momentos se resigna– para una eventual irrupción violenta de sus ríos.

La imagen no muestra –no podría– que la mediana urbe que antes se llamó San Juan Bautista sufrió durante el siglo XX inimaginables estragos causados por el agua; mucho menos da idea del Diluvio de Santa Rosa, acaecido en 1782, según noticias del escritor tabasqueño Jorge Priego Martínez. En su absoluta inmediatez, la imagen es fiel y descarnada: una ciudad se debate entre corrientes y de ese ubérrimo edén tan festejado sólo quedan noticias de tiempos, inundados también, pero felices. Desalojos, filas interminables de personas y de automóviles, albergues rebosantes de desvalidos, militares repartiendo su orden como quienes reparten un horror metódicamente controlado se suman a la imagen que se expande. Entonces los artistas, los poetas del trópico se levantan. “La confusión de Babel, el grito de Edward Munch, el diluvio de Noé, la hambruna somalí, el bullicio de Sodoma, el circo y el teatro de la política”, ha escrito el poeta cunduacanense Teodosio García Ruiz en un desesperado intento por explicarse a sí mismo lo que ocurre.

No, no es que la imagen falsee la zarabanda de las aguas. Ocurre que en Tabasco decir inundación no es exactamente lo mismo que decir creciente. La primera es un signo de los tiempos; la segunda es un modo particularísimo de decir que el trópico nos acompaña. Se inunda lo que se estraga, lo que sucumbe y se devasta. La creciente, en el lenguaje del tabasqueño, entre tanta destrucción, construye: es fuerza en estado salvaje que alguna bendición habrá de repartir tras su furiosa acometida. Respecto de tan sutil distinción, es pertinente citar el siguiente fragmento recogido por Jorge Priego Martínez, tomados de una crónica publicada en 1868 en el diario El siglo XIX, de la ciudad de México:

La hospitalidad en esta capital es franca, y todas las familias que tienen la dicha de no ver ocupadas sus casas por las aguas de la creciente no han negado su aposento a las familias necesitadas, sin mirar a su estado y condición. La policía y los presos, movidos por el jefe político C. Florencio Grajales, no ha cesado de acomodar a las familias pobres en las casas desocupadas, en los edificios públicos y particulares. Se han dirigido expediciones a las riberas inmediatas, para recoger a los pobres desvalidos que carezcan de todo auxilio.

Pasado el tiempo de las crecientes, Tabasco vive ya los años francos de las inundaciones. Lo que es lo mismo que decir que el cambio climático nos alcanzó y que somos, así, contemporáneos de todos los pueblos inundables del orbe. “Irse al agua”, en Tabasco, es inundarse, padecer la intromisión exacerbada de ese trópico que ha mudado de facciones y que, siendo igual a aquel infierno de calor y de mosquitos del que se lamentaba Graham Greene en El poder y la gloria, es muy otro en su fuero de trópico saqueado, mutilado, salpimentado de experimentos fallidos, tan ambiciosos de progreso.

La imagen, por lo tanto, bien pudiera ser la imagen que ha llegado, al fin, para quedarse. La de los tumultos, la de las troneras y los bordes inservibles a lo largo de las riberas, la de los gobiernos demasiado grandes ante los problemas cotidianos del hombre medio, pero también demasiado pequeños ante la magnitud de una tragedia que, completamente, los excede. En la Villahermosa del siglo XXI, la muina y el desconcierto reflejados en el rostro de un habitante llamado Legión en nada se parecen a la bullangería y la algazara de aquel que, en la San Juan Bautista de principios del siglo pasado, aceptaba el azote de los ríos con la humilde resignación de un habitante de las tierras bajas.

Tal vez, después de todo, no haya una imagen para todo esto. Tal vez sólo palabras. Palabras luminosas como éstas: “Tabasco es obra del agua –escribió Julieta Campos en su Bajo el signo de Ix Bolon–…son sus tierras aluvión que muda de rostro sin tregua y, con su mudanza, marca la biografía de los hombtres.”

jueves, 19 de agosto de 2010

Diario peligroso. Día 3.



Curioso: anoche tuve un sueño que no ha dejado de intrigarme. Soñé que mi padre no era en realidad mi padre y que, enterarme de ello, me sometía a una abismal angustia. En el sueño yo increpaba a mamá por el engaño del que me habían hecho víctima todos estos años. Odiaba concebir la idea de averiguar la identidad del hombre que me había engendrado, así que lo que en un principio fue una bruma de imágenes absurdas, después cobró la forma de una verdadera pesadilla. Luego desperté. Para desterrar de mí el peso de aquel sueño, por la tarde visité a mis padres. Allí, en casa, estaban los dos. Ocupados y sonrientes, ajenos por completo a la inútil congoja de su hijo.

lunes, 26 de julio de 2010

Francisco Magaña: una voz y un paréntesis

                                                          

Francisco Magaña, Una voz que nos dejó el exilio, México, Ediciones Sin Nombre, 2010, 65 pp.

De qué voz habla Francisco Magaña en Una voz que nos dejó el exilio, el más reciente de sus libros? ¿Cuál es ese espacio –mítico, resueltamente real– al que el exilio del título refiere? Uno traspone los primeros versos de este que, dentro del contexto de la obra del autor de Las memorias de agosto, bien podría pasar por un breviario para descubrir que en él hay una voz, una manera de forjar la textura del poema, pero no un exilio. No en el sentido previsible de lo que semejante palabra supone. En todo caso, el exilio, o la idea que Magaña procura de él para este título, es resultado de una acumulación de procedimientos, de atmósferas que casi asfixian de tan ceñidas a la experiencia individual y de una sensación de desamparo ante esas realidades inasibles que son parte del espectro autoral de sus creaciones. Dios, el amor y su ausencia, la fugacidad de cuanto existe se asoman aquí para confirmar que, detrás de las palabras, late un poetizar que insiste en repetirse –en regodearse, se diría– en un sino asimilado en la escritura.

Hay una voz, por tanto, en la obra entera del poeta Magaña. Hay también, sospecho por mi cuenta, una, por momentos, confusa recepción de su poesía. No: no puede ser tildado de religioso un poema, sólo porque la palabra Dios se reparte entre sus versos como fórmula añeja. Buena parte de la obra de Magaña es religiosa, cierto, pero de una religiosidad que funde –así ocurre de manera particularmente intensa en Una voz…– un franco misticismo pagano con una enunciación lírica de vuelos no pocas veces felices. Compárense, por ejemplo, los siguientes versos de un poema de Antorchas (1999)

                                                       Con la caricia quedamos
                                                       sin reposo y sin perdón

                                                       Alguien tiene que saber
                                                       del silencio de tu abrazo
                                                       alguien tiene que dejar
                                                       la tierra y las vidas todas
                                                       alguien que aprenda la dura
                                                       mísera verdad del alma

con estos que años más tarde el poeta recogería en Corazón de pies cansados (2006):

                                                            Con estas manos
                                                               que conocen
                                                          la fuga de tu cuerpo
                                                               he de guardar
                                                         la noche temblorosa
                                                            de la primera vez
                                                      la brisa que nos desposó
                                                       y la pena de un esfuerzo
                                                             que se diluye
                                                               al germinar
                                                                   el día.

Poeta de la concentración y del arrebato, del goce que prefiere la soledad asceta y del tanteo formal que no cesa de manifestarse en cada título suyo, la obra de Magaña parece reproducir en una escala ampliada el conflicto que los dos poemas anteriores trazan con fortuna. Por un lado, la voz que se vuelve hacía sí misma, la contemplación vuelta diálogo y por momentos historia; por otro, el devaneo del amor, la pasión y la carne, tantas veces redimida por el peso insoportable de la culpa. Si con la primera de esas dos vertientes los lectores asistimos a la embriaguez de una fe que, en medio de contadas referencias a sus ritos, nunca llega a pronunciar su nombre –en un sentido estricto, la voz que habla en los poemas de Magaña es una voz enamorada del Absoluto–, con la segunda presenciamos los restos que la ausencia y el silencio desperdigan a su paso por los territorios que el amor habitó en eras pretéritas.

Una voz que nos dejó el exilio es, en ese sentido, una breve expresión de lo eminentemente propio de Magaña. Convergen en él poemas que parecen enigmas cifrados en breves líneas y largos versículos en los que una voz en primera persona se entrevera con un nosotros –protagonistas irrecusables de ese exilio interior vivido desde un yo magnificado. Pequeño muestrario de una ascesis plagada de mundo y de incontinente melancolía (El rezo me encontró decapitado con un sabor a incienso/ entre las venas; pronunciando tu nombre/ antes y después de todos los nombres), de atisbos que conducen a inesperadas visiones epifánicas (Hay una flama/ en la entraña del día/ mutilada en el olvido/por un reflejo nocturno/ Como una resurrección/Como un corazón a solas), el volumen es también una prueba de voluntad autoral por hallar cauce a un torrente que va de aquí y de allá, repitiendo con gozo lo que de un modo u otro ya  ha dicho. Hay una voz -qué duda cabe- en este libro: es fiel a quien lo ha escrito como el que, talvez, abre un paréntesis en medio de su escritura para imaginar con deleite la travesía que sigue.

viernes, 25 de junio de 2010

Diario peligroso. Día 2.



La noche en los dominios de la madrugada. He llegado a este hotel después de un largo viaje, transcurrido sin mayores contratiempos, hasta Cancún, en la última punta de México. Desde mi ventana, la avenida Tulum, una de las más conocidas de este frecuentado y contradictorio paraíso terrenal, pareciera negarse a sucumbir a los estragos que la soledad de las calles le estampa. Apenas dos o tres empleados de una gasolinería próxima asoman sus miradas a la larga avenida. Parecen no saber por qué, pero es probable que sepan que algo está ocurriendo mientras la ciudad de la eterna diversión, del eterno sol, del mar eterno en su turquesa transparencia aparentemente se repone después de un día brumoso. Cancún que, desde siempre, se ha quedado en las manos  que acarician los dólares y los gastan con generosidad exhorbitada en los Meliá, en los Marriott o en los Royal Sands, es la misma Cancún de los cientos de miles que viven, no para ver el mar, sino -por momentos- para padecerlo. Ciudad partida irremediablemente en dos. Tanto hermoso mar repartido entre pocos; tanta necesidad puesta al servicio de quienes pueden pagar a rienda suelta sus antojos. Vine a Cancún por unos cuantos días. No hace falta quedarse mucho tiempo en la ciudad para encontrar en el ambiente una porción de ese México enfrentado inútilmente en la política. Los cientos, quizá los miles de panfletos, de posters que promueven la figura de algún candidato sonriendo con sonrisa beatífica afean esa porción que nunca (¡ni quien se atreva a imaginarlo!) habrá de aparecer en las imágenes que de este paraíso se muestran a nuestros benefactores, los turistas. En este punto alguien por la televisión emite un ¡gooooool! que me saca de mi contemplación de la noche cancunense. Descorro las cortinas de mi habitación ubicada en el quinto piso. Me dispongo entonces a seguir mirando la repetición de un partido del mundial de futbol, celebrado en Sudáfrica, como aquel que se entrega al  goce altísimo de terminar el día encomendado a los nuevos santones que el mundo se ha inventado.

lunes, 7 de junio de 2010

Un poema


Palabras para una mutación

Juguemos a cambiar de piel y de senderos.
A perturbar la luz y a cegar en la mirada
Los últimos destellos del cristalino.
Juguemos a ocultar bajo un dosel de niebla
Que abraza nuestros gestos la dulzura
–señal de capitulación ante la nada–
Y a cambiar las reglas del silencio
Como invictos aferrados al vacío.
Unzamos, siempre en señal de franco
Consentimiento, a las palabras,
A las necias palabras que trepan por nosotros
como al borde de un desfiladero.
Cerremos, al fin, los ojos a la penumbra ciega
Que implica no encontrar el camino de regreso.
Contentémonos con descubrir que,
En el centro de todo, estaremos nosotros:
Nosotros los que una vez soñamos
Con la gentil sobrevida.

martes, 1 de junio de 2010

Diario peligroso. Día 1.



Mayo se ha ido. El mes se esfumó con su carga de afanes inconclusos, con su promesa vaga de días memorables y con la pesadumbre de otras treinta y un fechas descontadas al calendario. Mayo me ha sorprendido tratando de entender por qué demonios la vida a últimas fechas se ha vuelto tan compleja y peligrosa, lo que equivale -ahora lo veo- a preguntarme por la extrema dificultad de confiar en los otros. Porque ahora el riesgo es creer en demasía. El peligro inadvertido es, hoy más que nunca, fiarse.

Hace poco más de un mes renuncié a mi empleo. Diré, para inventar una explicación que suene convincente, que dejé de creer en los jefes, en la absurda carrera que conduce a subir los peldaños de la escalera corporativa. En el fondo talvez lo hice porque -víctima, como soy, de los tiempos que vivo- también dejé de creer en promesas que nunca sabré si cumpliría. ¡Adiós empleo! Prefiero una actividad independiente, el susurro de la literatura y de los días que no saben de horarios al destiempo que suponen una carga infame, el tráfico y la rutina.

Mayo se fue con sus calores. Con la idea sembrada en mi cabeza de que Tabasco -el lugar donde vivo- padece un bandidaje que lo asuela inmisericordemente. Si debo llamarlo por su nombre lo escribiré con todas sus letras: el mal de Tabasco se llama bandidaje en el gobierno. Ya Mancur Olson (1932-1998), célebre economista estadounidense, plasmó en su obra póstuma Poder y prosperidad (Oxford University Press, 2000) los perfiles de esta gangrena. Los bandidos gubernamentales asumen el poder y dicen: "¡tomemos y robemos para nuestro bien cuanto se pueda! El pueblo subsistirá con lo que estrictamente necesite". 

Tal la miope y empobrecida mentalidad de la rapiña. Tal nuestra aparente condena. Si tan sólo se enteraran nuestros tristes y caricaturescos "bandidos" que el progreso civilizatorio ha ido de la tiranía a la democracia, no sin antes pasar por los incentivos para el buen gobierno que el mismo desarrollo fomenta...

lunes, 24 de mayo de 2010

Ramón Bolívar, los pasos dados y el valor de ser


Ramón Bolívar, Yo soy mis pasos, México, Stammpa Editores, 2010, 55 pp.

Hay mucho de valor en mirar el pasado con una fuerte dosis de reconciliación y esperanza. Se requiere coraje para aceptar, sin mayores aspavientos, la materia que a uno lo constituye. De esto demasiado sabe el poeta Ramón Bolívar que en su más reciente libro, Yo soy mis pasos (Stammpa, 2010) acomete un inesperado y celebrable ajuste de cuentas: aquel que, a juzgar por el contenido, tenía pendiente desde hacía tiempo atrás consigo mismo. "Asumirse y aceptarse no es fácil", se nos advierte en la contraportada, y desde allí es posible suponer que lo que nos espera a los lectores son los restos de una batalla campal librada en lo más hondo de un espíritu a ratos desgarrado por sus propias contradicciones.

Semblanza autobiográfica, anecdotario y tributo poético a la memoria de autores fundacionales en su universo literario, Yo soy mis pasos es también un intento del poeta Ramón Bolívar (Villahermosa, 1953) por aclarar –y aclararse– su extrañeza en medio de un mundo hostil y desdeñoso: “Él se reconoce distinto. –escribe de sí mismo usando la tercera persona– ¿Distinto a quién o a qué?, pregunto...” Y las respuestas no tardan en asomar su rostro ambiguo tan pronto traspasada la primera veintena de páginas.

Ramón Bolívar es distinto –concluyo– entre otras cosas porque la distinción y la extrañeza son propias de su estirpe. Se trata de la distinción que, ya en los inicios del siglo XX, se criticara en una novela como Los cuarenta y uno. Novela crítico social, de Eduardo A. Castrejón. Su extrañeza es la extrañeza perseguida y repudiada a lo largo de décadas de manera particular en un país como México, tan dado desde la óptica del nacionalismo revolucionario a esgrimir su viril condena contra las “desviaciones” que atentan contra la hombría y la Patria.

Homosexual, como se asume en este libro, perteneciente a esa “familia mayor” de la que forman parte el Salvador Novo de los sonetos “prohibidos” (Nos encontramos uno al otro extraño:/ Gordo tú, flaco yo -¡mundo mezquino!), el Carlos Pellicer de Recinto y otras imágenes (Que se cierre esa puerta/que no me deja estar a solas con tus besos…) y casi todos los poetas del grupo Contemporáneos, Ramón Bolívar explora en Yo soy mis pasos otras razones para explicar esa otredad tan suya, no circunscrita en modo alguno a su condición de “mampo”.

El libro, en ese sentido, procura saldar también las deudas que su autor ha contraído con los seres y las circunstancias que han moldeado su personal manera de ser y de vivir en el mundo. La infancia, el entorno familiar, el Tabasco de ayer y ciertos amigos entrañables conviven en estas páginas con alusiones –homenajes minúsculos– a las figuras de Andrés Iduarte, Carlos Pellicer, Luis Cardoza y Aragón y Eliseo Diego, en una especie de vital recuento animado, siempre, por el lenguaje fulgurante de la poesía.

Poeta por principios y por vocación inexorable, Ramón Bolívar parece exorcizar con este nuevo libro los fantasmas de una vida –la suya– que ahora comparte con el arrojo de quien ha decidido mostrar su rostro verdadero. “Éste es el primer paso”, ha escrito el poeta. Corresponde a sus lectores, pretendidamente tan jóvenes como la voz que habla en cada una de sus líneas, recibir este libro con la inquietud del que se sabe nombrado por un caudal incontenible de valor y retacado oficio.

viernes, 14 de mayo de 2010

Diario peligroso. Día cero.



La escritura de un diario es, por definición, un acto peligroso. Lo es por su profunda vocación de confidencia, de registro privado de hechos y porque tras ello subyace una visión oculta, a veces soterrada, de personas y acontecimientos. Escribir un diario es arriesgar una siempre discutible percepción de la realidad. Ejercitarse, por otro lado, en la consigna de vivencias es cosa harto socorrida entre hombres de letras. Diaristas memorables en el inconmensurable universo de la literatura han sido, por ejemplo, Kafka, Gide, Pavese y Grombowicz. En México, la publicación reciente de una parte de los diarios de Salvador Elizondo ha venido a constituir un verdadero acontecimiento, tratándose como se trata, de uno de los escritores más avezados y coherentes de nuestra narrativa.

Hay quienes dicen que el diario -por encima de la novela- es la forma de expresión que, por excelencia, refleja el mundo fragmentado y complejo que nos ha tocado vivir. Hay quienes atribuyen a semejante virtud la proliferación de dietarios, escritos todos ellos para dar cuenta -desde la reflexión moral y el pulso íntimamente humano- de lo abigarrrado del siglo XXI. Verdad o no, la escritura de textos que revelan una postura en primera persona frente a las circunstancias vivenciales parece gozar, hoy por hoy, de una saludable vitalidad potenciada, sin lugar a dudas, por las nuevas formas tecnológicas de expresión en línea.

Diario peligroso no pretende emular lo que los grandes diaristas han logrado con su registro admirable de sucesos. No busca develar "verdades" escondidas sino para quien, con base en su verdad, hurga en los hechos y elabora con ellos buena parte del material del que emergen sus escritos. Diario peligroso es, ante todo, una consigna: la de guardar constancia de ese mar -y esas tinieblas- de vivencias entresacadas que pueblan una vida: la mía.

martes, 4 de mayo de 2010

El recuento que faltaba: Érase una vez un cuento

Acopa, Luis (comp.), Érase una vez un cuento. Compendio general del cuento en Tabasco II, Tabasco, PACMYC-CONACULTA, 2010, 255 pp.

Celebro la aparición de un libro como Érase una vez un cuento, secuela del compendio general que en torno a la producción cuentística en Tabasco inició en 2008 el narrador e historiador Luis Acopa (Villahermosa, 1978). Celebro la amplitud de sus miras que busca extender el recuento de relatos escritos en la entidad, desde las postrimerías del siglo XIX hasta los primeros años de un siglo que recién ajusta su primera década. Si, como afirma el compilador, la escritura de cuentos en un estado comúnmente tildado como tierra de poetas es tan profusa que demuele ese aserto por fallido, bien podríamos esperar los lectores y oficiantes de estas latitudes una saludable vitalidad del género.


Por su parte, Luis Acopa no se mete en líos. Lo suyo es compendiar, traer a cuento la enorme masa de relatos que hacen posible una empresa como la suya, sin que por ello deje de extrañarse en su loable tentativa un cierto esfuerzo por clarificar, por diseccionar –así sea en líneas generales– lo encontrado. Cierto: Acopa esboza, en su introducción a este segundo volumen, un panorama de la cuentística que él ha venido compendiando con rigor; nos entera, así, de tres momentos claramente definidos a lo largo del tiempo –el primero de ellos, parte de finales del siglo XIX y termina en las primeras dos décadas del siglo XX; el tercero culmina el siglo pasado, luego de haber iniciado a finales de los años setenta– para ofrecernos, al final, una síntesis que en, resumidas cuentas, postula que el cuento en Tabasco ha atravesado por tres grandes períodos: clasicismo-romanticismo, costumbrismo-regionalismo y modernismo-posmodernismo. Lo que no alcanza apreciarse, en medio de tan útil diferenciación, es un claro deslinde de autores y de obras, ejercicio indispensable para la elaboración de posteriores aproximaciones críticas y estilísticas a la narrativa tabasqueña.

Aventuro, con base al estimable valor de la tarea compiladora de Luis Acopa, una hipótesis de trabajo sobre el carácter de nuestra producción cuentística: ceñida, como ha estado, al decurso de la producción literaria en Hispanoamérica, la narrativa en Tabasco no ha hecho sino constituirse en reflejo del devenir evolutivo de la literatura en un contexto continental, signado por tendencias y escuelas. Así, el decimonónico Sánchez Mármol no hizo sino plegarse a la ola romántica y moderna que dominó buena parte del siglo XIX; el sociologismo –psicológico, telúrico y urbano– dominante a principios del siglo pasado permea los relatos de autores como Félix Fulgencio Palavicini y de Rafael Domínguez con una fuerza manifiesta, producto de una conciencia delirante por los acontecimientos sociales de una Hispanoamérica en recomposición.

El influjo del vanguardismo –los ismos que en realidad lo constituyeron– es evidente, como en otros países del continente, en los relatos publicados casi de manera exclusiva en revistas y periódicos. La preocupación formal, el “tanteo” y la búsqueda de nuevas formas de expresión son notorios en los trabajos de narradores como Josefina Vicens, Alicia Delaval, Gabriela Gutiérrez de González y Pedro Ocampo Ramírez, autores en los que el realismo –rural imaginativo, urbano y metafísico– adquiere rasgos, hasta cierto punto, asimilados de las vanguardias. Otros narradores como Mario De Lille, José Carlos Becerra, Andrés González Pagés y Fernando Nieto Cadena experimentan de manera particular con esta veta ficcional, nacida de una lectura atenta del vanguardismo europeo entre los escritores latinoamericanos de mediados de siglo.

El segundo tomo del compendio general emprendido por Luis Acopa, permite, por otro lado, avizorar el rumbo seguido por la cuentística tabasqueña durante un buen tramo del siglo pasado, y permite delinear los rasgos de la “eclosión” iniciada, según el compilador, en 1979. En primera instancia, nos encontramos ante un volumen que conjunta autores representativos de ese costumbrismo-regionalismo, propio de inicios de siglo, con autores para los que el lenguaje y el personaje literario –en tanto resorte de la trama y el conflicto– constituyen el eje nodal del relato. Exponentes de la primera corriente son Manuel Palavicini, Jesús Ezequiel de Dios y, en mayor o menor medida, una buena cantidad de narradores recientes, entre los que destacan Heriberto Olivares, Bertha Ferrer y Pascual Bellizia. Cuentistas con una clara conciencia del lenguaje y sus posibilidades dramáticas son Álvaro Ruiz Abreu, Ariel Lemarroy, Teodosio García Ruiz y Vicente Gómez Montero, todos con una producción narrativa dada a conocer hace unos cuantos años.

Tabasco vive, es cierto, una profusa abundancia de narradores. Particularmente a partir de la década de los noventa, con la irrupción tardía de autores nacidos en la década de los cincuenta y sesenta, dominan el escenario narradores novísimos que han visto publicados sus relatos en diarios, revistas culturales y libros colectivos. Sin experimentarse lo que en principio supondría la llegada de un “posmodernismo” no asumido, hay una disgregación formal y temática que –como en toda Hispanoamérica– alude a la música, a la mujer, a los universos imaginarios, al minimalismo, al sexo y a la ciudad como espacios simbólicos, resueltamente entreverados. En ese tenor, el trabajo de Luis Acopa ha cumplido con su primer propósito: mostrar la rica gama de una simiente que bulle bajo el sol y el calor infernal del más profundo trópico.

jueves, 22 de abril de 2010

Monsiváis a medias

De un diario me preguntan, con vistas a la reciente convalecencia –en un hospital de la Ciudad de México– de Carlos Monsiváis: ¿qué opinión le merece la obra de Monsiváis? Entiendo que quieren decir que si lo he leído entre líneas para extraer de ellas la esencia de un autor que se supone irremplazable. Sospecho que sí, que lo he leído. ¿O habré leído lo que se supone que de él debe ser leído? A saber: que si es un cronista deslumbrante, que si su popularidad es comparable a la de un ídolo o que si su "ubicuidad" encarna la de uno de nuestros más grandes hombres de letras. Si a esas vamos, entonces sí, todo, casi absolutamente todo lo predeciblemente escrito sobre Monsiváis, lo he leído. Ahora bien, el problema con el autor de Días de guardar y de A ustedes les consta es que se corre el riesgo de leerlo a medias. O con el sesgo que su figura –ostensiblemente manifiesta– introduce de forma inevitable. De Monsiváis puede esperarse que sea un autor de izquierda, que inventaríe los días y el caudal de hechos que nimban el cielo urbano de México; puede pedírsele que opine sobre cuanto hecho político acontezca o que perfile con sorna la crítica de determinado personaje expuesto a la opinión pública. ¿Podrá esperarse de él la más honesta y libre de las posturas intelectuales? ¿Podrá evitar la afectación al que su mediática consagración en cierto modo lo condena? Bien haríamos los lectores de Monsiváis, como pago a la valía de sus crónicas, de sus ensayos y sus antologías, en leer su obra con el rigor y la extensión que, desde tiempo atrás, merecen. Afirmar que es un autor de “ocurrencias” sin ideas –como afirmaba Paz– equivale, igual que el hecho de entronizarlo acríticamente, a ignorarlo, a despreciar la otra mitad que no aparece en sus gracejos ni en sus muy celebradas ironías.