De un diario me preguntan, con vistas a la reciente convalecencia –en un hospital de la Ciudad de México– de Carlos Monsiváis: ¿qué opinión le merece la obra de Monsiváis? Entiendo que quieren decir que si lo he leído entre líneas para extraer de ellas la esencia de un autor que se supone irremplazable. Sospecho que sí, que lo he leído. ¿O habré leído lo que se supone que de él debe ser leído? A saber: que si es un cronista deslumbrante, que si su popularidad es comparable a la de un ídolo o que si su "ubicuidad" encarna la de uno de nuestros más grandes hombres de letras. Si a esas vamos, entonces sí, todo, casi absolutamente todo lo predeciblemente escrito sobre Monsiváis, lo he leído. Ahora bien, el problema con el autor de Días de guardar y de A ustedes les consta es que se corre el riesgo de leerlo a medias. O con el sesgo que su figura –ostensiblemente manifiesta– introduce de forma inevitable. De Monsiváis puede esperarse que sea un autor de izquierda, que inventaríe los días y el caudal de hechos que nimban el cielo urbano de México; puede pedírsele que opine sobre cuanto hecho político acontezca o que perfile con sorna la crítica de determinado personaje expuesto a la opinión pública. ¿Podrá esperarse de él la más honesta y libre de las posturas intelectuales? ¿Podrá evitar la afectación al que su mediática consagración en cierto modo lo condena? Bien haríamos los lectores de Monsiváis, como pago a la valía de sus crónicas, de sus ensayos y sus antologías, en leer su obra con el rigor y la extensión que, desde tiempo atrás, merecen. Afirmar que es un autor de “ocurrencias” sin ideas –como afirmaba Paz– equivale, igual que el hecho de entronizarlo acríticamente, a ignorarlo, a despreciar la otra mitad que no aparece en sus gracejos ni en sus muy celebradas ironías.
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