Día esplendoroso. Hay un suave equilibrio entre el calor de las tardes veraniegas y el fresco de los primeros días de invierno, tal y como éste se vive en el trópico. La mañana invita a abrir las puertas de par en par y salir a las calles, al refugio de las horas que transcurren mientras un suave vendaval crepita al estrellarse contra los rostros. Con la armonía del domingo, la calma de los moradores. El descanso que sucede a la semana laboral y la breve libertad -¿ilusoria?- de tanto súbdito de los nuevos tiempos. Apenas ayer, la calle principal del lugar donde vivo se llenó de pequeños. Uniformados para la ocasión, los niños practicaban sus rutinas aprendidas y, a los ojos de sus maestros, se aprestaban para el desfile deportivo con motivo del primer centenario de la Revolución. Me pregunto si los niños guardarán idea del significado de lo que, tal vez sin sospecharlo, conmemoraban. Me pregunto lo mismo de la gente como yo. En los diarios y en la televisión, imágenes de magnas celebraciones a lo largo del país entero. El presidente asiste a esto y lo otro, engalana esto o aquello y el festejo cierra, así, con un año plagado de patrioterismo. Mucha tinta derramada a propósito de gritar a los cuatro vientos el orgullo de ser lo que somos, tanto dinero repartido. Antes de mediodía, asisto a la primera junta de vecinos organizada después de mucho tiempo. Me alegro: ese es talvez el mejor de los indicios de que, por fin, la revolución ha comenzado en efecto a revolucionarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario