jueves, 24 de noviembre de 2011

Las dualidades esquivas en El libro vacío, de Josefina Vicens




El 23 de noviembre pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Josefina Vicens (1911-1988), la escritora tabasqueña que consiguió colocarse en el firmamento de la literatura mexicana, particularmente a partir de la publicación de sus novelas El libro vacío (1958) y Los años falsos (1983). Se impone  perpetrar una relectura atenta de su obra, con miras a esculcar en su significación y su relevancia en el contexto de nuestra producción novelística reciente. Hacerlo, claro, amerita una aproximación atenta a cierto tramo de la vida de la escritora nacida en la otrora San Juan Bautista, capital del estado de Tabasco, pues no hay ninguna duda de que, en el caso de la también autora de guiones memorables para la industria fílmica nacional, el peso de ciertos acontecimientos clave en sus años de juventud y madurez influyeron determinantemente en el carácter de su breve, pero a un tiempo intensa, obra narrativa.

Este texto sugiere que la novela que en 1958 hizo merecedora del premio Xavier Villaurrutia a Josefina Vicens se encuentra construida sobre los cimientos de esa vieja dualidad literaria de la que, en su momento, echó mano la novela psicológica desde su aparición hace ya varios siglos. Con una particularidad: en El libro vacío la dualidad se presenta al lector como un recurso a medias, como un desdoblamiento suspendido entre el monólogo interior de José García, su personaje principal, y la decisión de la autora por profundizar, de un modo inédito en el contexto de la literatura mexicana, en la naturaleza esencialmente dual de sus criaturas narrativas.


El contexto vivencial

No abundan los datos biográficos que puedan permitir una aproximación más precisa a los años de Josefina Vicens en su tierra natal. En la mayoría de los textos en torno a su vida y obra, su figura se traslada de repente a los devaneos laborales, periodísticos y literarios por los que atravesó en la Ciudad de México, devaneos que con el correr de los años pasarían a formar parte de esa matriz creativa afincada en torno a la literatura, el cine, la burocracia corporativista, la música y la tauromaquia. Uno puede suponer, sin embargo, que la provincia lejana que era entonces Tabasco poco podría prometerle a un espíritu como el suyo, ajeno y distante a muchos de los convencionalismos de la época.

Hija de un matrimonio peculiar según las costumbres vigentes en su entorno inmediato (padre español, madre tabasqueña) y hermana de cuatro mujeres decididamente conformes con el rol social que se les había sido asignado, no es difícil imaginar a una pequeña Josefina  indiferente al escenario adverso que para el estado trajo la guerra civil posrevolucionaria. Enfrentadas las facciones que se disputaban encarnizadamente el poder, poco faltaría para que al término de las revueltas facciosas, en 1919, irrumpiera con toda su fuerza el garridismo y su brutal consigna desfanatizadora. La salida de la tierra que la vio nacer era, pues, quizá una consecuencia lógica si uno se atiene a las condiciones irrespirables que a la jovencísima Josefina Vicens hubieran dificultad el crecimiento de su talante intelectual y el posterior desarrollo de sus inclinaciones literarias.

Hay que decir, por supuesto, que en la ciudad de México que acoge a la escritora en ciernes que era Vicens se respira también un aire de transformación atropellada, a tono con esa época convulsa que siguió al fin de la Revolución iniciada en 1910. Son los años de los gobiernos posrevolucionarios y del Estado promotor de las artes y la cultura; del Estado benefactor que reparte prebendas a discreción entre corporaciones clientelares y que crea empleos sin recato, afanado como está en la construcción de ese "milagro económico" que, ahora sabemos, terminaría por ser efímero. Es de suponer que la joven Vicens se asoma a ese mundo efervescente, huyendo talvez de su provincia sumida en la intolerancia, y se azora ante lo que descubre tras las fachada progresista de la metrópoli. Encuentra allí las contradicciones propias del universo urbano que se devela frente a ella, pero encuentra, también, sus propias contradiciones.

Provinciana, sin dejar de serlo en sus primeros años de vida en la capital, con el paso de los años la futura narradora de escenarios citadinos se vuelve habitante de la gran urbe, pero late dentro de ella una escisión profunda que nunca acabará de concretarse. Aquí, en esta separación no realizada del todo, el germen de lo que en este texto he querido denominar como dualidades esquivas. En Josefina Vicens, en su vida y en su corta obra literaria, coexisten contrarios que parecen no anularse mutuamente, sino complementarse. El desdoble que supone la dualidad se padece con dolor y hasta con resignación, pero esa misma dualidad parece ser escamoteada a fuerza de recursos formales, -en el caso de El libro vacío- o de asunciones personales -en lo que respecta a las circunstancias biográficas de la propia escritora.

Si en lo que pudiéramos denominar dualidades puras los contrarios se excluyen de forma inexorable -la luz prescinde de la sombra, y viceversa; lo maléfico se aparta irremediablemente de lo beatífico, y lo contrario también es verdadero- en un conjunto de dualidades como las observadas en El libro vacío los desdoblamientos no dan la impresión de anularse uno a otro; antes bien parecen corresponderse y, aun, aludirse para funcionar plenamente como tales. Un señalamiento detenido de lo anterior nos obliga a interpretar, desde esta postura, algunos de los rasgos significativos de la novela más destacada de la escritora tabasqueña, y de su propia vida.


La escritura imposible

Llegada al epicentro cultural que siempre ha sido la Ciudad de México, la muy joven Josefina tardará algunos años en descubrir su vocación literaria. Se ocupará, primero, como empleada en diferentes instancias gubernamentales del gobierno cardenista y escalará, casi de manera inevitable, dentro de la estructura laberíntica del aparato estatal hasta encabezar organizaciones sindicales y políticas ligadas, en principio, a posturas de izquierda. Su cercanía con muchos hombres y mujeres "de a pie", trabajadores del campo, oficinistas y burócratas -representantes de esa enorme masa en ascenso, producto del "Estado benefactor" que tomaría las riendas del país antes de que concluyera la primera mitad del siglo XX- debe de haber sido para ella materia provechosa para sus narraciones posteriores.

México vive, como buena parte del mundo civilizado, cambios importantes en su composición socio-económica y político-cultural, y las dos guerras europeas que habrán de sucederse a partir de 1918, para terminar en 1945, acabarían por afectar de modo irremediable la discusión  filosófica en torno a la llamada "condición humana". En Francia, por ejemplo, de la mano de Jean Paul Sartre y Albert Camus, el existencialismo se pregunta cada vez con más fuerza por el sentido que tiene la vida, mientras que las nociones de la nada, el absurdo y la libertad se vuelven temas de reflexión corriente en el discurso filosófico de la época. En este período conflictivo que se extiende por decenios, Josefina Vicens enfrentaría el que sería, tal vez, el mayor de sus dilemas: asumir la escritura como eje constitutivo de su vida o alejarse de ella de modo irremediable. Optaría, para fortuna de todos sus lectores, por lo primero, pero no sin experimentar la conflictiva sospecha de haberse internado en un territorio hollado, penumbroso y siempre plagado de trampas.

La tabasqueña asumirá la escritura como un acto marginal, sufrible en la medida en que quien incurre en ella lo hace desde una contradicción que, tal vez, sólo el silencio remedie: la contradicción de ser uno mismo y ser los otros a través de la tentativa -¿ilusoria?- de escribir sobre  la experiencia humana, talvez de suyo incomunicable. Desde esa perspectiva, Josefina Vicens buscó solucionar la afrenta radical que para ella era el acto de acometer contra la página en blanco a partir del desdoblamiento que ya antes hemos señalado. José García, el protagonista de El libro vacío, puede ser visto -cierto- como la encarnación de un hombre medio, un hombre cualquiera, pero también como el alter ego de esa escritora tímida, casi avergonzada, que para publicar sus opiniones políticas o sobre su insobornable afición a la tauromaquia debía hacerlo bajo la falsa seguridad de un seudónimo; que prefería el anonimato de su trabajo como guionista a la vistosidad del cineasta y que, asaltada por el arrobamiento que le produce el éxito de su primera novela, decide posponer indefinidamente la escritura y la publicación de la segunda, también, para ella, inesperadamente celebrada.

Narrado como un diario que hace recordar los célebres diarios literarios escritos desde finales del siglo XIX, cuando personajes como Henri Frédéric Amiel, André Gide y Peter Handke inauguraron lo que puede considerarse como la autonomía diarista, El libro vacío es ante todo una estratagema concebida para narrar lo imposible: el silencio que habla, las palabras que no fluyen mientras el lector se desliza a través de ellas para interpretar la historia, y la soledad infinita que reclama la cómplice presencia de unos ojos leyendo más acá –también más allá– de lo visto entre líneas. Mirada así, la novela de Vicens es una breve, y a un tiempo vasta, indagación en torno a contrarios que no reniegan unos de otros. En ella, el llamado “cuaderno dos”, el que habrá de contener la obra definitiva, es el que en última instancia leemos mientras la narración no se detiene, pues de otro modo no habría historia posible, ni novela. Este cuaderno parece prescindir del “cuaderno uno” por su condición de cosa inacabada, pero acaba fundiéndose con él, pues la novela insiste en su carácter imperfecto, en su desdeñable impronta de mediocre palabrería.

Como en un juego de espejos, la escritora monta un “artefacto” que hace ver al lector una imagen que es el reflejo de otra y que sólo le hace ser partícipe de un proceso de construcción verbal en la ensimismada contemplación de sí mismo. Sobre la naturaleza artificiosa de la estructura  de diario en la ficción moderna, Hans Rudolf Picard ha escrito en su ensayo El diario como género entre lo íntimo y lo público:

El diario pasa a tener una función teatral parecida a la que en la escena tienen el monólogo o el aparte. Únicamente adquieren pleno sentido cuando tienen lugar en el ademán de la representación artística; mientras hacen como si no se dirigieran a nadie, en realidad se están dirigiendo a un público, o en el caso del diario, a un lector. Lo que en el auténtico diario era precisamente negación de presentación –es decir, intimidad– se convierte ahora en intimidad presentada. (p. 120).

Lo anterior me lleva a indagar sobre otra de las dualidades observadas en El libro vacío. En la novela, un personaje desdibujado, gris, como José García, se aleja de los otros, de su familia y del mundo para sumergirse en la isla desierta que es su propio conflicto. A estas alturas, nadie creerá, por supuesto, en lo tajante y radical de esa soledad. “Escribir es defender la soledad en que se está” –escribió la malagueña María Zambrano–, a condición, agregaría después, de que esa soledad redunde en un aislamiento efectivo, capaz de ser suprimido con los vínculos que sostienen al escritor con la vida y con lo que en ella acontece. José García –¿debería en este punto insistir en que lo mismo cabría decir de Josefina Vicens?– sabe que se miente a sí mismo cuando intenta el acto de la escritura onanista; sabe que si niega la presencia del lector, en verdad lo reconoce. Con otra particularidad: en el caso de El libro vacío, es probable que se asista a uno de los pocos reconocimientos explícitos de un desdoble en el que se quiere y, al mismo tiempo, no se quiere escribir para los demás. Un extraño querer que es un no querer y que, por ello mismo, constituye otro de los juegos sin resolución aparente de esta historia compleja, dentro de su sencillez endemoniada. Así se lee, por ejemplo, en uno de los fragmentos de esa construcción imposible que busca escamotear a cada paso su escisión inevitable:

Y eso es lo que hago. Un ‘yo’ que se ha secado por él mismo, no por sí mismo, y el otro, que lo sabe, sabe también que siempre encontrará alguna forma de robarle su última gota. Cuando eso ocurre comienzan los dos a escribir…Ya quisiera nombrarlos; poner un nombre a cada uno, igual que he puesto un número a cada cuaderno…Porque a veces, el ‘yo’ que hace lo que no quiero hacer, es al que en realidad amo, porque me desata de ese no terco y hermético al que estoy sujeto.

No voy a detenerme demasiado en la que considero la última de las grandes dualidades observables en esta obra capital. A su manera, Josefina Vicens encarnó desde su escritura, desde sus asunciones personales, una figura dual que no pudo sino reflejar honesta y consecuentemente en su obra y en su figura sus filiaciones y sus fobias. Amante de las palabras, tanto como del placer de padecerlas, hizo suyas las banderas de la crítica inteligente a la intolerancia sexual y asumió su propia naturaleza con un encanto discreto. Admirable por la contundencia con que lograría ser ella y sobrellevar la otredad en el plano ficcional, entendió las nociones de masculinidad y de femineidad conforme a las circunstancias de su época.

El libro vacío resuelve así, en resumidas cuentas, tal y como he querido sostener en este texto, contradicciones que, en el mejor de los casos, hubieran resultado ser abismos incomunicables bajo los códigos prescritos por la tradición literaria. Ése es, en mi opinión, el mayor de sus méritos: ofrecer en tan pocas páginas una idea cabal de las contradicciones que surcan, tantas veces confundidas en su admirable correspondencia, las cimas y los valles de la inefable alma humana.

Texto leído en el marco del Coloquio Internacional Josefina Vicens, organizado del 22 al 25 de noviembre de 2011 en la Ciudad de México por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, la Universidad del Claustro de Sor Juana y la Universidad Autónoma Metropolitana.