De qué voz habla Francisco Magaña en Una voz que nos dejó el exilio, el más reciente de sus libros? ¿Cuál es ese espacio –mítico, resueltamente real– al que el exilio del título refiere? Uno traspone los primeros versos de este que, dentro del contexto de la obra del autor de Las memorias de agosto, bien podría pasar por un breviario para descubrir que en él hay una voz, una manera de forjar la textura del poema, pero no un exilio. No en el sentido previsible de lo que semejante palabra supone. En todo caso, el exilio, o la idea que Magaña procura de él para este título, es resultado de una acumulación de procedimientos, de atmósferas que casi asfixian de tan ceñidas a la experiencia individual y de una sensación de desamparo ante esas realidades inasibles que son parte del espectro autoral de sus creaciones. Dios, el amor y su ausencia, la fugacidad de cuanto existe se asoman aquí para confirmar que, detrás de las palabras, late un poetizar que insiste en repetirse –en regodearse, se diría– en un sino asimilado en la escritura.
Hay una voz, por tanto, en la obra entera del poeta Magaña. Hay también, sospecho por mi cuenta, una, por momentos, confusa recepción de su poesía. No: no puede ser tildado de religioso un poema, sólo porque la palabra Dios se reparte entre sus versos como fórmula añeja. Buena parte de la obra de Magaña es religiosa, cierto, pero de una religiosidad que funde –así ocurre de manera particularmente intensa en Una voz…– un franco misticismo pagano con una enunciación lírica de vuelos no pocas veces felices. Compárense, por ejemplo, los siguientes versos de un poema de Antorchas (1999)
Con la caricia quedamos
sin reposo y sin perdón
Alguien tiene que saber
del silencio de tu abrazo
alguien tiene que dejar
la tierra y las vidas todas
alguien que aprenda la dura
mísera verdad del alma
con estos que años más tarde el poeta recogería en Corazón de pies cansados (2006):
Con estas manos
que conocen
la fuga de tu cuerpo
he de guardar
la noche temblorosa
de la primera vez
la brisa que nos desposó
y la pena de un esfuerzo
que se diluye
al germinar
el día.
Poeta de la concentración y del arrebato, del goce que prefiere la soledad asceta y del tanteo formal que no cesa de manifestarse en cada título suyo, la obra de Magaña parece reproducir en una escala ampliada el conflicto que los dos poemas anteriores trazan con fortuna. Por un lado, la voz que se vuelve hacía sí misma, la contemplación vuelta diálogo y por momentos historia; por otro, el devaneo del amor, la pasión y la carne, tantas veces redimida por el peso insoportable de la culpa. Si con la primera de esas dos vertientes los lectores asistimos a la embriaguez de una fe que, en medio de contadas referencias a sus ritos, nunca llega a pronunciar su nombre –en un sentido estricto, la voz que habla en los poemas de Magaña es una voz enamorada del Absoluto–, con la segunda presenciamos los restos que la ausencia y el silencio desperdigan a su paso por los territorios que el amor habitó en eras pretéritas.
Una voz que nos dejó el exilio es, en ese sentido, una breve expresión de lo eminentemente propio de Magaña. Convergen en él poemas que parecen enigmas cifrados en breves líneas y largos versículos en los que una voz en primera persona se entrevera con un nosotros –protagonistas irrecusables de ese exilio interior vivido desde un yo magnificado. Pequeño muestrario de una ascesis plagada de mundo y de incontinente melancolía (El rezo me encontró decapitado con un sabor a incienso/ entre las venas; pronunciando tu nombre/ antes y después de todos los nombres), de atisbos que conducen a inesperadas visiones epifánicas (Hay una flama/ en la entraña del día/ mutilada en el olvido/por un reflejo nocturno/ Como una resurrección/Como un corazón a solas), el volumen es también una prueba de voluntad autoral por hallar cauce a un torrente que va de aquí y de allá, repitiendo con gozo lo que de un modo u otro ya ha dicho. Hay una voz -qué duda cabe- en este libro: es fiel a quien lo ha escrito como el que, talvez, abre un paréntesis en medio de su escritura para imaginar con deleite la travesía que sigue.
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