jueves, 26 de julio de 2012

Mario De Lille, el adiós de un Quijote*

 
Una de las últimas veces que tuve el privilegio de hablar con el entrañable amigo que fue Mario De Lille ocurrió con motivo del homenaje que la Sociedad de Escritores Letras y Voces de Tabasco le rindiera el mes de abril pasado, en el marco del encuentro literario organizado por esa sobreviviente organización de escritores tabasqueños. Don Mario hablaba y se movía con la dificultad propia de quien enfrenta una severa conmoción orgánica, pero era evidente que ningún impedimento físico que pudiera entonces estar atravesando se interpondría entre sus palabras y las mías, entre su ser lastrado por la enfermedad y mi asombro ante su férrea resistencia frente el cáncer que lo aquejaba.
 
“Hábleme, por favor, de Solamente yo quedo”, le dije. La novela de don Mario era el motivo que yo había escogido para cumplir con el compromiso asumido con los amigos de la Sociedad de Escritores (quienes me habían confiado una especie de “conferencia de apertura” al Encuentro hecho en su honor), así que conociendo, como creo conocer, mis limitaciones para hablar con autoridad de la obra completa del autor de Tropicalia, decidí interrogarlo sobre su novela laureada en 1986 con el premio nacional Justo Sierra O’Reilly. “Escribí esa novela porque antes de ella sólo escribía cuentos” –respondió– “Un día Fernando Nieto Cadena, que era quien coordinaba el taller literario del Instituto de Cultura, me dijo que mis cuentos comenzaban a ser repetitivos y que debía probar con una estructura más larga para volcar allí mucho de lo que por entonces estaba escribiendo.” Así había nacido, me dijo explícitamente, aunque en medio de su voz ahogada, la idea por la que se descubrió a sí mismo novelista.
 
Mirándolo allí, en la sala de su peculiar casa (peculiar por el diseño tal vez inspirado en la llamada arquitectura sustentable, con su respeto por el uso de materiales propios de esta región tropical, con su luz entrando a raudales por las grandes ventanas y con la ventilación a flor de piel, gracias a su proximidad con la Laguna de las Ilusiones), don Mario me pareció, como nunca antes, el vivo retrato de un Quijote. ¿Qué llevaba –me pregunté– a un hombre como él a dar tanto a cambio de tan poco? ¿Qué secreto resorte lo impulsaba a permanecer de pie y a estar atento, aun en medio de su trance, del curso que llevaba, por ejemplo, la Escuela de Escritores José Gorostiza, el que pudiera ser considerado el más grande de sus logros en la arena de la promoción cultural y literaria? Acostumbrado como estoy, por deformación profesional, al balance entre beneficios y costos, entre ganancias y sacrificios, jamás podré entender del todo el sacrificio de un prestigio como el suyo en el terreno de la arquitectura, a cambio de un incierto porvenir en el mundo, tantas veces fatuo, de las letras.
 
Don Mario me hablaba a duras penas aquella tarde de sus admirados padres en el ámbito de la novela (de Rulfo, me dijo, creía haber tomado la atmósfera pesadillesca de Solamente yo quedo; de Fernando Nieto, su mentor, el tono irreverente y mordaz que le permitió atreverse a hacer lo que hizo con el lenguaje en ese laureado libro suyo), pero yo sólo adivinaba detrás de sus cansadas y silabeantes respuestas el camino recorrido para llegar a semejantes convicciones. “En el fondo –decía– yo he sido alguien muy desordenado.” Aquello que sonaba más bien a una confesión pretendía responder convincentemente a mi pregunta de las razones por las que Tropicalia, su segunda novela, se tardara tanto en aparecer, una vez conseguido el debut como narrador con todas las de la ley.“Escribo sólo cuando he tenido las ganas para hacerlo. Por eso me la he pasado publicando una novela acá, un poemario allá, después un cuentario…nada que no fuera saliendo cuando tenía tiempo y fuerzas.”
 
Visto con la distancia necesaria, tal vez alguno de los libros de Mario De Lille encuentre un sitio memorable entre la narrativa tabasqueña. A él, como buen poseído por los demonios de la sobrevivencia literaria, eso de algún modo le preocupaba. Al término de nuestra charla, el viejo entrañable me despidió sonriente con el encargo, implícito, de hacer una lectura honesta de Solamente yo quedo. “Espero que me ayudes un poco a entender por qué esa novela podría valer la pena”. A las pocas semanas de mi visita a su casa, don Mario murió. Lo que sigue es –acaso– el esbozo de una lectura incipiente. Una invitación a honrar, en los hechos, a un amigo ejemplar que bien pudo haberse ganado, en plenitud de facultades, el indiscutible título de moderno Quijote de las letras tabasqueñas.
 
* Texto leído en el homenaje póstumo a Mario De Lille organizado por el Instituto Estatal de Cultura, en el marco del VI Encuentro de Escritores Andrés Iduarte. El texto precedió a la lectura de "Solamente yo quedo, a propósito de cierto homenaje", escrito con motivo  del Encuentro que la Sociedad de Escritores de Tabasco organizó en honor del escritor en el mes de abril de 2012.
 
 

sábado, 30 de junio de 2012

Un poema



Ariadna en Naxos
 
En esta isla,
dejada como un mal de siglos sobre el Mar Egeo, sobrevives.
Alguien, tal vez un dios lejano e inclemente, te desterró a vivir en soledades.
Ese dios debió de asegurarse que tu cárcel flotara entre las aguas,
entre las Cícladas, como una barca inerme
y que todas tus voces -la apagada y sedienta, la agónica y la definitiva-
proyectaran al viento la soledad que sólo a tu destino habría de consagrarse.

Ahora, en la isla, ahora en ese sueño que custodian las ninfas de los bosques,
una visión de pasos, un presagio de tormentas, susurra a tus oídos.
Entonces -oh, Ariadna- sabes en el fondo de ti que nada se ha perdido,
que el amor no es ese extraño que enmudece porque, acaso, su voz es
ese hilillo de trinos nacido al otro lado de la isla.

Sufrirás, pues, pequeña hija de las desilusiones, mientras la cueva
en la que te guareces de las tempestades te aprisione.
Mientras no sea tu casa un secreto lugar al que no pueda entrarse
sin batientes y del que tampoco sea posible escabullirse.

No habrá Teseo para ti, princesa destronada, porque en cambio tendrás
completas, y a tus anchas, las infinitas horas de tu llanto
y las negadas sombras de Naxos lastimera, Naxos inclemente,
Naxos sorda y distante a las palabras.
Un día, para ti, el amor tendrá otro reino y tú lo habitarás, reina nostálgica.

Ahora calla, Ariadna, calla.
¿Has escuchado que, hasta tu cueva, el aire ha comenzado a susurrar
la hipnótica profecía de los pájaros?


lunes, 28 de mayo de 2012

La lectura de los signos en la poesía de José Carlos Becerra: Nostalgia de la unidad natural, de Ignacio Ruiz-Pérez.

Ignacio Ruiz-Pérez, Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra, Instituto Mexiquense de Cultura, México, 2011, 161 pp.

Es útil para una obra literaria que ha logrado constituirse como referente ineludible dentro del contexto de una tradición escritural determinada recibir de la crítica audaces miradas y sorpresivos encuadres teórico-metodológicos. Es sano para la crítica aventurar aproximaciones que trasciendan la mera disección impresionista con el fin de proponer modos alternos de asumir y comprender la obra propiamente dicha en su compleja arquitectura. La poesía de José Carlos Becerra (Villahermosa, 1936-1970) representa desde hace décadas para la moderna literatura mexicana una cima no del todo inexplorada, de manera que cualquier acercamiento riguroso a sus linderos y sus escarpados accesos resultará siempre un ejercicio provechoso.

En Nostalgia de la unidad natural, Ignacio Ruiz-Pérez (Tuxtla Gutiérrez, 1976) se propone examinar la obra poética del tabasqueño bajo una óptica que trasciende a las "primerísimas aproximaciones" de casi todo lo escrito hasta ahora en torno a Becerra (incluidas, entre ellas, las lecturas de Paz, Zaid, José Joaquín Blanco y Álvaro Ruiz Abreu), recurriendo fundamentalmente, en su propósito, a herramientas de análisis atribuibles a la semántica lingüística. Para Ruiz-Pérez, lo que importa a la hora de hablar del autor de Relación de los hechos (1964) es el sistema de signos que sostiene a cada una de las etapas identificables en su poesía, y para ello se detiene reposadamente en lo que ha denominado "unidades creativas", distinguibles a partir de determinadas preocupaciones autorales y registros lingüísticos.

El ensayo abunda, así, en lo que, según el autor, era la fascinación de Becerra por "la sorpresa adánica, votiva y genésica del sujeto frente a los poderes imaginíficos...de la naturaleza: mar, árboles, animales, cielos, lluvias y antiguos dioses...", así como por "...el conflicto del sujeto cuando dejaba atrás la naturaleza edénica y exuberante para enfrentarse a la modernidad, sus mitos...y sus demoledores aparatos de consumo." Lo que sigue a esta tesis, esbozada en las primeras páginas del volumen, es su demostración correspondiente a lo largo del libro. Para ello, Ruiz-Pérez distingue entre dos grandes momentos de una poesía que parece oscilar entre "la plenitud" y "la pérdida", entre la celebración de esa "unidad natural" -que hace su aparición, a decir del ensayista, en Los muelles, Oscura palabra y Relación de los hechos- y la constatación de esa modernidad aplastante que se despliega en La Venta, Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas. 

En una primera instancia, Becerra es el poseedor de un discurso poético capaz de nombrar el mundo natural y de hacerlo uno con el cuerpo humano en su dimensión erótica, y en otro instante es la voz que atestigua la disolución de esa unidad cuerpo-materia, disolución que lamentará de modo irremediable de entonces en adelante. La noción de nostalgia, en los términos de la tesis del libro, atiende, pues, al dolor por esa pérdida infranqueable. A partir de ella, el poema discurrirá sobre la posibilidad del retorno de ese tiempo mítico en el que la palabra creaba al mundo y era éste una continuidad del cuerpo, visto desde las potencias creacionistas del poeta.

Es la misma imposibilidad del retorno la que, bajo la óptica de Ruiz-Pérez, permite la comprensión de la segunda "unidad creativa" en la obra del poeta muerto en Brindisi. Perdido el reino donde la imaginación campeaba al punto de igualar naturaleza y alma del hablante lírico, sólo queda dar cuenta de aquella gradual e inexorable descomposición. Entonces aparece la distancia crítica en el poema, aparece la ironía y aparece el conflicto inevitable en el traer a cuento la realidad. Son los poemas de Becerra que cantan -en la mirada de Ruiz-Pérez- al desengaño que produce el acto mismo de nombrar, a la soledad que sigue al amor y a lo absurdo del lenguaje, escindido para siempre del objeto que lo origina. A este segundo gran conjunto corresponden los versos que sitúan a la voz del poema frente a la urbe ("Betania", "Apariciones"), ante la muerte ("El ahogado", "Oscura palabra") y de cara a la avasalladora exposición de los llamados mass media en el imaginario colectivo ("Batman", "Ragtime", "El halcón maltés").

No es, con semejante concentración e intensidad analítica, menor la tarea que Ignacio Ruiz-Pérez ha echado a andar para explicar -y explicarse- un fenómeno literario como el de la poética de José Carlos Becerra. El escudriñamiento de sus signos, la deconstrucción de sus estructuras semánticas y el rigor con que sitúa a la obra del tabasqueño en el contexto de la poesía mexicana contemporánea son ejercicios inéditos hasta ahora entre nuestra crítica, ejercicios que no pueden menos que agradecerse en el imperio ominosamente sórdido de los lugares comunes.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Solamente yo quedo, de Mario De Lille, a propósito de cierto homenaje

Mario De Lille, Solamente yo quedo, Instituto de Cultura de Yucatán, México, 1986, 144 pp.

En alguna otra parte escribí que un buen tramo de la obra de Mario De Lille (México, D.F., 1936) me parece más una vindicación del “desparpajo” que una búsqueda por encontrar la expresión feliz, el afortunado entramado de ideas o el hallazgo advenedizo que supone casi toda construcción poética. Y cuando hablo de desparpajo en literatura me veo obligado a aclarar que como tal entiendo la cualidad que tiene una obra para presentarse a sí misma frente a los lectores con desvergüenza, provocadora ironía e irreverente libertad expositiva.

Una “estética del desparpajo” quizá tenga que ver más con una cierta actitud cínica frente a la realidad con la que dialoga que con un compromiso por reproducir esa realidad, tal y como ésta suele ser asumida. De otro lado, la noción que aquí se confiere al hecho de construir personajes, situaciones y argumentos desde perspectivas eminentemente lúdicas y desinhibidas invita a traer a colación diferentes aproximaciones al tema de la rebeldía encubierta tras la fachada de una literatura poco preocupada por las convenciones temáticas y estilísticas.

En México, ya el filósofo Jorge Portilla (1919-1963) se encargó de consignar en su espléndido libro Fenomenología del relajo (1966) la naturaleza compleja del aparente nihilismo de una sociedad como la nuestra, tan dada al autoescarnio y a la befa. El relajo -escribió Portilla- es ante todo una “burla colectiva”. En tanto acto desplegado en comunidad, el relajo es un “comportamiento” y una “acción” cuyo propósito es “suspender la seriedad” debida a ciertos valores establecidos. Por el relajo, la comunidad se solidariza en su gesto de desacato a un valor tenido como tal y al constituirse en parte indisoluble de los vínculos entre individuos, pasa a ser de ese modo un elemento de identificación comunitaria. Si, para Portilla, México es un país habitado mayoritariamente por “relajientos”, la nuestra es en consecuencia una nación poco afecta a la observancia de valores y formalismos.

En esa línea del “relajo”, bajo ese sustento filosófico que permite reconocer el sustrato teórico-literario que precede a una buena porción de la obra escrita hasta ahora por Mario De Lille, puede uno perpetrar la lectura de Solamente yo quedo, la primera novela de su autor. Ganadora en su momento del premio nacional Justo Sierra O’Reilly, la novela resultó ser, con su publicación en 1987, un ejercicio osado -en su construcción desparpajada- de deconstrucción textual. La historia, paradigmática de casi todas las novelas de corte rural publicadas en el ámbito hispanoamericano -piénsese en obras como las escritas por Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y Juan Carlos Onettti, o por mexicanos como Juan Rulfo y Agustín Yáñez- tiene como escenarios tres pueblos imaginarios: Oxupulli el Viejo, El Agua y Canteras, lugares en donde todos los habitantes parecen haber desaparecido. O más bien: parecen haberse muerto, al igual que Jaimias, el personaje de la voz en primera persona que narra cierto tramo de la historia. A esta voz se suma la de un coro de voces correspondientes a otros tantos puntos de vista: el de Nicolás, hijo de Jaimias, que ha regresado al Oxopulli después de cuarenta años de ausencia para atestiguar la muerte del padre Lucas, amigo de la familia Más; el de Gameta, la madre de Jaimias; el de los cuatro hijos de Justino Totoma, llamados como los evangelistas bíblicos, y un conjunto de visiones y de tonos entreverados que acaban por conferir a la novela un aire polifónico y fragmentario.

En ese avanzar sinuoso de la trama, en medio de la complejidad que para el lector promedio supone el trancurrir de historias contadas de boca de personajes que no pueden a primera vista identificarse (debido a su multiplicidad), Solamente yo quedo es una apuesta retadora por llevar el humor, la ironía, el habla coloquial y el relajo propiamente dicho a grados intolerables para quien no confiere a la novela sino el solo atributo de contar historias bien contadas. De modo que, con todo y su uso de técnicas narrativas propias de esa novela experimental que a partir de mediados del siglo XX ascendería al firmamento literario como resultado de la irrupción de los grandes novelistas norteamericanos y europeos y de la aparición de la llamada “nueva novela hispanoamericana”, la primera obra publicada de Mario De Lille constituyó, desde su aparición, un acontecimiento inédito para la narrativa tabasqueña. Lo fue porque, por primera vez en nuestra literatura, el argumento cedía de manera radical su importancia a la estructura; porque el orden cronológico desapareció para dar paso a la fragmentación de lo narrado y porque el monólogo interior habría de suplantar tajantemente a un narrador omnisciente, cada vez más personificado.

Cuando, con el transcurrir de la materia narrada, uno se entera del drama que acompaña a generaciones completas de los pueblos infernales que De Lille se ha inventado en esta obra (y que recuerdan la fatal predestinación de la progenie de los Buendía, en Cien años de soledad); cuando las constantes digresiones del texto obligan a volver sobre lo leído para dotarlo de un sentido provisional; cuando, finalmente, hay que sortear el desafío de los distintos registros lingüísticos de la novela y de su menoscabo de las estructuras sintácticas, todavía es posible cerrar el libro y arrojarlo por una ventana. Acaso ésa sea una salida decente para quien no soporte el barullo estruendoso del relajo. Acaso también sea ésa una forma elegante de perderse una porción de vida que, al final, ¿no es otra cosa que un relajo?

viernes, 20 de enero de 2012

Lo pelliceriano y el lenguaje posmoderno en Venia del sur, de Marco Antonio Acosta


Marco Antonio Acosta, Venia del sur, Editorial Gatsby, México, 2012, 87 pp.

Si uno se preguntara por el peso que la obra de su maestro Carlos Pellicer ejerció durante los primeros años de la tarea poética de Marco Antonio Acosta (Cárdenas, Tabasco, 1934), sólo tendría que acercarse a las páginas de Venia del sur, su libro más reciente, para confirmarlo. El poemario es un recorrido por ciertos tramos de la poesía del escritor cardenense y, al tiempo que se trata de una vindicación de ese lenguaje que Acosta se ha esmerado en cincelar a lo largo de los años con voluntad de orfebre, el volumen es, en su entramado cronológico, una muestra de aprendizaje iniciático y progresivo oficio escritural.

Fechados, los más lejanos en tiempo, a principios de los años cincuenta y los más tardíos a inicios de la década de los ochenta, los poemas, no publicados previamente en ningún otro libro, ofrecen un panorama parcial pero significativo de su obra poética, contenida hasta ahora en sólo dos títulos: Quinteto de cámara (1985) y Ur y otros poemas (1998). La influencia de Pellicer salta a la vista en los versos del entonces joven Marco Antonio Acosta, que lo trató y acompañó a lo largo de varios años, y no es osado afirmar que ciertas resonancias de libros del autor de Estrofas al mar marino y Hora de junio, pudieron haber estimulado en el también ensayista, antologador y promotor cultural la búsqueda temprana de una voz y el tratamiento de ciertos temas, comúnmente tenidos como "pellicerianos". Así escribe el autor de Después del modernismo en el arranque de su nuevo libro:

                             Buscara yo un puerto de albas
                             donde anclar con mi barco
                             encontrara una isla donde esconder
                             el tesoro de mis aventuras
                             encontrara un mar de olas plateadas
                             por la luna del cuento...

El mar, motivo prominente de la estética de Pellicer, presente también en los versos del Marco Antonio Acosta que apenas frisaba para entonces los veinte años. Donde Pellicer escribe "¡Ay, poesía/ que te vienes a bañar/ sin saber lo que es el mar!", Acosta convocaba a los poemas por su constitución emparentada con el misterio del mar infinito: "...amar es encontrar oh Poesía/tus palabras recientes/ tu misterio marino/tu canto de sirena..." Por otro lado, en un buen tramo de esta poesía primera, algunos elementos evidentes de la composición pelliceriana (el sol, la figura de la madre, el canto al héroe) se constituyen en muestras de asimilación y apropiación temática: Marco Antonio Acosta los reelabora y los nutre a partir de lecturas adquiridas, principalmente, del orbe hispanoamericano surgido tras el fin del movimiento modernista.

Allí abreva el poeta cardenense que, como el propio Pellicer, se aparta de la grandilocuencia del "canto del cisne" para optar por esos terrenos de valles y cimas que son la poesía intimista y la llamada "poesía social", uno de cuyos más altos exponentes fue en su momento, en Latinoamérica, Pablo Neruda. Ejemplo de ese intimismo pulcramente tratado en Venia del sur es el poema "Más al fondo de mí", ceremoniosa y melódica construcción que expone, como ningún otro poema del conjunto, el oficio de Marco Antonio Acosta para erigir sonoridades verbales sobre las bases del lenguaje.

                       Más al fondo de mí, desde el interior
                       de su república geológica se construye
                       la luz desde los astilleros de mis ojos
                       consagrados al color de los días.
                       Más al fondo de todo lo que antes había:
                       la imagen del sueño traduciéndose
                       por las palabras que bajaban del cielo
                       la trenza de las nubes diluvianas
                       y tú, oh luz, que abriste mis párpados
                       con la mano de un pintor enamorado.

A partir de este posmodernismo distante a los alambicamientos y próximo a la enunciación desnuda, el apartado que el poeta nombra como "Lenguaje cotidiano" reproduce una lengua familiar y simple. El poeta habla desde lo conocido y lo hace llánamente, sin afectaciones. Aquí el loro es un loro, lo mismo que el teléfono es ese simple aparato al cual incendiar "si insiste en aturdir con sus llamadas", o al que hay que cerrar su "radioboca" para que "muerta su voz renazca el hombre". Si el poeta prefiere nombrar sin regodeos lo que su mirada alcanza será porque en el fondo sabe que "...A la palabra hay que sacarla de los/tinacos de las cantinas/de las sacristías/y los arrabales", es porque sabe muy bien que la poesía estará en la sencillez que dialoga confiada con las profundidades del verbo, o no estará en ningún lado.

La veta de lo que se ha denominado poesía social es comprensible en un autor como Marco Antonio Acosta, al tanto de ciertas realidades históricas y políticas de su tiempo. Los poemas del apartado "No lo olvides nunca" hacen clara referencia a unas cuantas coyunturas vividas en América Latina a lo largo de las décadas de los sesentas y setentas y, si por poesía social hay que entender a la que desde una perspectiva ética-moral apela al lector para incidir en su mundo valorativo, hay que leer poemas como "Canción a un desconocido", "Miguel de los Migueles Guardia" y "Juan Chacón" para creer que la poesía se convierte tantas veces en algo más que "un bello estuche para decir verdades amargas".

Venia del sur supone, en resumidas cuentas, una victoria del lenguaje por sobre la sola imitación o el solo acto reflejo de una escritura autómata. Marco Antonio Acosta lo sabe y, para fortuna de quienes lo leemos y apreciamos, lo comparte.