Anteayer fue día de muertos. El país entero se volcó en un rito proveniente de tiempos antiquísimos, cuando la muerte y la vida eran dos formas distintas de hablar de lo mismo, cuando la primera prolongaba a la segunda con la naturalidad de un atardecer que sucediera al día. Acompaño a mis padres al panteón. En medio del gozo de los vivos, el silencio de los sepulcros. Los hay de todas formas y diseños. Cada uno manifestando a su modo la vida pasada de quienes allí reposan; cada uno hablando silenciosamente de los vivos que acuden o se alejan del recuerdo depositado en una tumba. Junto a mis padres, rezo. Mi madre entona cánticos que mi padre secunda. "Mira, allí está el viejo", dice luego mi madre cuando me señala una fotografía de mi abuelo Salvador, colocada sobre su lápida. Mi padre, por su parte, me muestra inesperadamente la capilla que ha mandado a construir sobre la bóveda que adquirió años atrás en previsión de lo que, en palabras suyas, debe siempre preverse. Apenas si acierto a responderle. Me limito a observar las formas rectangulares del techo cónico de la capilla y aprecio, en cuanto puedo, su superficie cubierta de azulejos. Cuando nos retiramos, me parece encontrar en las esquelas de los sepulcros a mi paso el registro completo de medio pueblo. Allí, bajo tierra, la constancia absoluta de nuestra indoblegable pequeñez.
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