lunes, 19 de diciembre de 2011

La reinvención de la historia patria: ucronías (pretensas) desde el trópico húmedo


Palimpsestos de tierra húmeda. Ucronías de la historia de México, Autores varios, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, México, 2011, 145 pp.

 
¿Qué es una ucronía? La enciclopedia libre Wikipedia señala, textualmente, que "la ucronía es un género literario que podría denominarse 'novela histórica alternativa´, y que se caracteriza porque la trama transcurre en un mundo desarrollado a partir de un punto en el pasado en el que algún acontecimiento sucedió de forma diferente a como ocurrió en la realidad" Otra fuente autorizada, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, apunta que el término ucronía es una "reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder."

A partir de tales definiciones, ¿son ucronías las historias contenidas en Palimpsestos de tierra húmeda, volumen publicado por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco con motivo de la conmemoración, en 2010, del bicentenario de la independencia de México y del centenario de su revolución? La respuesta es afirmativa, si se atiende a una u otra de las dos definiciones anteriores; la pregunta no deja de ser válida, si lo que se persigue es clarificar la intención del grupo de relatos conjuntados en el libro. A este propósito, se echan de menos algunas líneas introductorias al contenido; el texto de las solapas adopta como definición de este subgénero de la ciencia ficción la sugerida por Wikipedia, pero es un hecho que no todos los textos se ajustan a esta acepción, asumida implícitamente como criterio editorial. Se dirá que, en última instancia, el goce lúdico de la recreación histórica justificaría la aparición de todos los textos en el volumen, pero eso no condice con la acepción de "ucronía" adoptada, así sea muy a la ligera, por los editores.

La médula, aquí, es el punto en el pasado a partir del cual se "tuercen" los acontecimientos históricos. Ese punto (que, para dar un ejemplo gráfico e inexacto, en Matemáticas podría asemejarse al "punto de inflexión" de una función continua) determina un curso radicalmente distinto a lo ocurrido en la realidad y termina por conducir a lo que, en cierto ámbitos académicos, se ha denominado como Historia contrafactual. Por supuesto, no es el rigor lo que más importa para fines de construir una ucronía; se trata sobre todo de clarificar si, desde el título, el libro desplegará ante sus lectores propuestas imaginativas que indaguen en el "¿qué habría pasado si..." o si, como ocurre en el común de las narraciones históricas, los textos pueden muy bien limitarse a la recreación de acontecimientos y personajes.

En ese sentido, en Palimpsestos...se observan claramente dos tipos de relatos: aquellos que son, en efecto, ucronías y los que (la mayoría del volumen), sencillamente, no lo son. Al primer grupo  corresponden textos como "La corbeta Saratoga", de Ciprián Aurelio Cabrera Bernat, "En previsión de males mayores", de Soledad Arellano y, en un plano que apela a una reinvención extrema –jocosa– de la historia, "Memoria intemporal a favor de una ínsula en Tabasco", de Teodosio García Ruiz. Mientras que Cabrera Bernat se aventuró, después de un largo rodeo histórico-informativo, a imaginar un triunfo conservador en el asedio naval de las fuerzas de Miguel Miramón a las costas de Veracruz, durante la Guerra de Reforma, Soledad Arellano consiguió narrar, con aceptable dosificación de la sorpresa, el asesinato –a manos de un imaginario discípulo de José Eduardo de Cárdenas– de Su Alteza Serenísima, Antonio López de Santa Anna. García Ruiz, por su parte, construye con su relato una historia radical que funde tiempos y circunstancias y que, en sentido estricto, no parte de ningún punto específico de la Historia, tal y como ésta pudo haber ocurrido. Juan de Grijalva, Pedro Infante, Manuel Sánchez Mármol, Madero y Pino Suárez parecen convivir sin problema alguno entre las líneas del relato, lo que lleva a pensar que, más que un ejercicio contrafactual, el autor quiso divertirse en grado sumo a partir de la conjunción de actantes y circunstancias, totalmente disímbolos en tiempo y espacio.

Entre los relatos que, sin ser en stricto sensu, ucronías constituyen piezas apreciables de historias bien contadas, "Con los Dorados", de Guadalupe Azuara Forcelledo; "Las armas del sueño", de Pedro Luis Hernández Gil, y "La cola del diablo", de Bruno Estañol, destacan en el volumen por el tratamiento literario de ciertos tramos de la historia local y nacional. La Batalla de El Ébano, en San Luis Potosí, la oposición revolucionaria al régimen porfirista de Abraham Bandala, en Tabasco, y la figura burlesca de don "Polo Valentino" (trasunto de don Policarpo Valenzuela, latifundista y tres veces gobernador de Tabasco en tiempos de Porfirio Díaz), significan, respectivamente, para los autores motivo de aproximación al complejo eslabón del hecho histórico, y lo hacen desde la memoria familiar, en el caso de Azuara Forcelledo; la intertextualidad como recurso, en lo que respecta a Hernández Gil, y desde el sarcasmo ficcionalizado, por lo que toca a Estañol.

En última instancia, Palimpsestos de tierra húmeda queda a deber al lector, no por lo que contiene, sino por lo que promete: una reinvención de la historia patria que, vuelta más bien recreación ficcional, acaba en la mayor parte de sus páginas por quedarse en simple atisbo imaginario.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Un poema




La garganta de Napata*


Qué sitio para sucumbir al miedo,
a la traición de rehuir al enemigo.
Allí
       en ese lugar
alguien se declarará culpable
de apuntar hacia un sendero de estrellas
y alguien más se burlará del mundo
como si hablara de algo más que un laberinto.
Allí    un silencio de rocas
y alcaravanes pétreos no sabrá qué decir
frente a la confidencia
y un capitán ceñudo -vacilante-
escuchará de pie la voz que del amor
le habla primero.
El amor le dirá que dé la espalda
a patria y mundo     y su honor
susurrará a su oído que el deber
la lealtad     le guardarán un sitio
entre los convidados de la Historia.
El honor le dirá que se olvide de su nombre
si deserta
el amor lo acogerá gustoso con otro
nombre de pila si abandona.
El amor     capitán     te ha puesto
en un aprieto memorable y sin salida.
No queda sino reescribir tu papel
en esta obra.
                        Y basta.

*RADAMÉS: Il sentier scelto dai nostri a piombar sul nemico fia deserto fino a domani...AIDA: E quel sentier? RADAMÉS: Le gole di Nápata...(De la ópera Aida).

jueves, 24 de noviembre de 2011

Las dualidades esquivas en El libro vacío, de Josefina Vicens




El 23 de noviembre pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Josefina Vicens (1911-1988), la escritora tabasqueña que consiguió colocarse en el firmamento de la literatura mexicana, particularmente a partir de la publicación de sus novelas El libro vacío (1958) y Los años falsos (1983). Se impone  perpetrar una relectura atenta de su obra, con miras a esculcar en su significación y su relevancia en el contexto de nuestra producción novelística reciente. Hacerlo, claro, amerita una aproximación atenta a cierto tramo de la vida de la escritora nacida en la otrora San Juan Bautista, capital del estado de Tabasco, pues no hay ninguna duda de que, en el caso de la también autora de guiones memorables para la industria fílmica nacional, el peso de ciertos acontecimientos clave en sus años de juventud y madurez influyeron determinantemente en el carácter de su breve, pero a un tiempo intensa, obra narrativa.

Este texto sugiere que la novela que en 1958 hizo merecedora del premio Xavier Villaurrutia a Josefina Vicens se encuentra construida sobre los cimientos de esa vieja dualidad literaria de la que, en su momento, echó mano la novela psicológica desde su aparición hace ya varios siglos. Con una particularidad: en El libro vacío la dualidad se presenta al lector como un recurso a medias, como un desdoblamiento suspendido entre el monólogo interior de José García, su personaje principal, y la decisión de la autora por profundizar, de un modo inédito en el contexto de la literatura mexicana, en la naturaleza esencialmente dual de sus criaturas narrativas.


El contexto vivencial

No abundan los datos biográficos que puedan permitir una aproximación más precisa a los años de Josefina Vicens en su tierra natal. En la mayoría de los textos en torno a su vida y obra, su figura se traslada de repente a los devaneos laborales, periodísticos y literarios por los que atravesó en la Ciudad de México, devaneos que con el correr de los años pasarían a formar parte de esa matriz creativa afincada en torno a la literatura, el cine, la burocracia corporativista, la música y la tauromaquia. Uno puede suponer, sin embargo, que la provincia lejana que era entonces Tabasco poco podría prometerle a un espíritu como el suyo, ajeno y distante a muchos de los convencionalismos de la época.

Hija de un matrimonio peculiar según las costumbres vigentes en su entorno inmediato (padre español, madre tabasqueña) y hermana de cuatro mujeres decididamente conformes con el rol social que se les había sido asignado, no es difícil imaginar a una pequeña Josefina  indiferente al escenario adverso que para el estado trajo la guerra civil posrevolucionaria. Enfrentadas las facciones que se disputaban encarnizadamente el poder, poco faltaría para que al término de las revueltas facciosas, en 1919, irrumpiera con toda su fuerza el garridismo y su brutal consigna desfanatizadora. La salida de la tierra que la vio nacer era, pues, quizá una consecuencia lógica si uno se atiene a las condiciones irrespirables que a la jovencísima Josefina Vicens hubieran dificultad el crecimiento de su talante intelectual y el posterior desarrollo de sus inclinaciones literarias.

Hay que decir, por supuesto, que en la ciudad de México que acoge a la escritora en ciernes que era Vicens se respira también un aire de transformación atropellada, a tono con esa época convulsa que siguió al fin de la Revolución iniciada en 1910. Son los años de los gobiernos posrevolucionarios y del Estado promotor de las artes y la cultura; del Estado benefactor que reparte prebendas a discreción entre corporaciones clientelares y que crea empleos sin recato, afanado como está en la construcción de ese "milagro económico" que, ahora sabemos, terminaría por ser efímero. Es de suponer que la joven Vicens se asoma a ese mundo efervescente, huyendo talvez de su provincia sumida en la intolerancia, y se azora ante lo que descubre tras las fachada progresista de la metrópoli. Encuentra allí las contradicciones propias del universo urbano que se devela frente a ella, pero encuentra, también, sus propias contradiciones.

Provinciana, sin dejar de serlo en sus primeros años de vida en la capital, con el paso de los años la futura narradora de escenarios citadinos se vuelve habitante de la gran urbe, pero late dentro de ella una escisión profunda que nunca acabará de concretarse. Aquí, en esta separación no realizada del todo, el germen de lo que en este texto he querido denominar como dualidades esquivas. En Josefina Vicens, en su vida y en su corta obra literaria, coexisten contrarios que parecen no anularse mutuamente, sino complementarse. El desdoble que supone la dualidad se padece con dolor y hasta con resignación, pero esa misma dualidad parece ser escamoteada a fuerza de recursos formales, -en el caso de El libro vacío- o de asunciones personales -en lo que respecta a las circunstancias biográficas de la propia escritora.

Si en lo que pudiéramos denominar dualidades puras los contrarios se excluyen de forma inexorable -la luz prescinde de la sombra, y viceversa; lo maléfico se aparta irremediablemente de lo beatífico, y lo contrario también es verdadero- en un conjunto de dualidades como las observadas en El libro vacío los desdoblamientos no dan la impresión de anularse uno a otro; antes bien parecen corresponderse y, aun, aludirse para funcionar plenamente como tales. Un señalamiento detenido de lo anterior nos obliga a interpretar, desde esta postura, algunos de los rasgos significativos de la novela más destacada de la escritora tabasqueña, y de su propia vida.


La escritura imposible

Llegada al epicentro cultural que siempre ha sido la Ciudad de México, la muy joven Josefina tardará algunos años en descubrir su vocación literaria. Se ocupará, primero, como empleada en diferentes instancias gubernamentales del gobierno cardenista y escalará, casi de manera inevitable, dentro de la estructura laberíntica del aparato estatal hasta encabezar organizaciones sindicales y políticas ligadas, en principio, a posturas de izquierda. Su cercanía con muchos hombres y mujeres "de a pie", trabajadores del campo, oficinistas y burócratas -representantes de esa enorme masa en ascenso, producto del "Estado benefactor" que tomaría las riendas del país antes de que concluyera la primera mitad del siglo XX- debe de haber sido para ella materia provechosa para sus narraciones posteriores.

México vive, como buena parte del mundo civilizado, cambios importantes en su composición socio-económica y político-cultural, y las dos guerras europeas que habrán de sucederse a partir de 1918, para terminar en 1945, acabarían por afectar de modo irremediable la discusión  filosófica en torno a la llamada "condición humana". En Francia, por ejemplo, de la mano de Jean Paul Sartre y Albert Camus, el existencialismo se pregunta cada vez con más fuerza por el sentido que tiene la vida, mientras que las nociones de la nada, el absurdo y la libertad se vuelven temas de reflexión corriente en el discurso filosófico de la época. En este período conflictivo que se extiende por decenios, Josefina Vicens enfrentaría el que sería, tal vez, el mayor de sus dilemas: asumir la escritura como eje constitutivo de su vida o alejarse de ella de modo irremediable. Optaría, para fortuna de todos sus lectores, por lo primero, pero no sin experimentar la conflictiva sospecha de haberse internado en un territorio hollado, penumbroso y siempre plagado de trampas.

La tabasqueña asumirá la escritura como un acto marginal, sufrible en la medida en que quien incurre en ella lo hace desde una contradicción que, tal vez, sólo el silencio remedie: la contradicción de ser uno mismo y ser los otros a través de la tentativa -¿ilusoria?- de escribir sobre  la experiencia humana, talvez de suyo incomunicable. Desde esa perspectiva, Josefina Vicens buscó solucionar la afrenta radical que para ella era el acto de acometer contra la página en blanco a partir del desdoblamiento que ya antes hemos señalado. José García, el protagonista de El libro vacío, puede ser visto -cierto- como la encarnación de un hombre medio, un hombre cualquiera, pero también como el alter ego de esa escritora tímida, casi avergonzada, que para publicar sus opiniones políticas o sobre su insobornable afición a la tauromaquia debía hacerlo bajo la falsa seguridad de un seudónimo; que prefería el anonimato de su trabajo como guionista a la vistosidad del cineasta y que, asaltada por el arrobamiento que le produce el éxito de su primera novela, decide posponer indefinidamente la escritura y la publicación de la segunda, también, para ella, inesperadamente celebrada.

Narrado como un diario que hace recordar los célebres diarios literarios escritos desde finales del siglo XIX, cuando personajes como Henri Frédéric Amiel, André Gide y Peter Handke inauguraron lo que puede considerarse como la autonomía diarista, El libro vacío es ante todo una estratagema concebida para narrar lo imposible: el silencio que habla, las palabras que no fluyen mientras el lector se desliza a través de ellas para interpretar la historia, y la soledad infinita que reclama la cómplice presencia de unos ojos leyendo más acá –también más allá– de lo visto entre líneas. Mirada así, la novela de Vicens es una breve, y a un tiempo vasta, indagación en torno a contrarios que no reniegan unos de otros. En ella, el llamado “cuaderno dos”, el que habrá de contener la obra definitiva, es el que en última instancia leemos mientras la narración no se detiene, pues de otro modo no habría historia posible, ni novela. Este cuaderno parece prescindir del “cuaderno uno” por su condición de cosa inacabada, pero acaba fundiéndose con él, pues la novela insiste en su carácter imperfecto, en su desdeñable impronta de mediocre palabrería.

Como en un juego de espejos, la escritora monta un “artefacto” que hace ver al lector una imagen que es el reflejo de otra y que sólo le hace ser partícipe de un proceso de construcción verbal en la ensimismada contemplación de sí mismo. Sobre la naturaleza artificiosa de la estructura  de diario en la ficción moderna, Hans Rudolf Picard ha escrito en su ensayo El diario como género entre lo íntimo y lo público:

El diario pasa a tener una función teatral parecida a la que en la escena tienen el monólogo o el aparte. Únicamente adquieren pleno sentido cuando tienen lugar en el ademán de la representación artística; mientras hacen como si no se dirigieran a nadie, en realidad se están dirigiendo a un público, o en el caso del diario, a un lector. Lo que en el auténtico diario era precisamente negación de presentación –es decir, intimidad– se convierte ahora en intimidad presentada. (p. 120).

Lo anterior me lleva a indagar sobre otra de las dualidades observadas en El libro vacío. En la novela, un personaje desdibujado, gris, como José García, se aleja de los otros, de su familia y del mundo para sumergirse en la isla desierta que es su propio conflicto. A estas alturas, nadie creerá, por supuesto, en lo tajante y radical de esa soledad. “Escribir es defender la soledad en que se está” –escribió la malagueña María Zambrano–, a condición, agregaría después, de que esa soledad redunde en un aislamiento efectivo, capaz de ser suprimido con los vínculos que sostienen al escritor con la vida y con lo que en ella acontece. José García –¿debería en este punto insistir en que lo mismo cabría decir de Josefina Vicens?– sabe que se miente a sí mismo cuando intenta el acto de la escritura onanista; sabe que si niega la presencia del lector, en verdad lo reconoce. Con otra particularidad: en el caso de El libro vacío, es probable que se asista a uno de los pocos reconocimientos explícitos de un desdoble en el que se quiere y, al mismo tiempo, no se quiere escribir para los demás. Un extraño querer que es un no querer y que, por ello mismo, constituye otro de los juegos sin resolución aparente de esta historia compleja, dentro de su sencillez endemoniada. Así se lee, por ejemplo, en uno de los fragmentos de esa construcción imposible que busca escamotear a cada paso su escisión inevitable:

Y eso es lo que hago. Un ‘yo’ que se ha secado por él mismo, no por sí mismo, y el otro, que lo sabe, sabe también que siempre encontrará alguna forma de robarle su última gota. Cuando eso ocurre comienzan los dos a escribir…Ya quisiera nombrarlos; poner un nombre a cada uno, igual que he puesto un número a cada cuaderno…Porque a veces, el ‘yo’ que hace lo que no quiero hacer, es al que en realidad amo, porque me desata de ese no terco y hermético al que estoy sujeto.

No voy a detenerme demasiado en la que considero la última de las grandes dualidades observables en esta obra capital. A su manera, Josefina Vicens encarnó desde su escritura, desde sus asunciones personales, una figura dual que no pudo sino reflejar honesta y consecuentemente en su obra y en su figura sus filiaciones y sus fobias. Amante de las palabras, tanto como del placer de padecerlas, hizo suyas las banderas de la crítica inteligente a la intolerancia sexual y asumió su propia naturaleza con un encanto discreto. Admirable por la contundencia con que lograría ser ella y sobrellevar la otredad en el plano ficcional, entendió las nociones de masculinidad y de femineidad conforme a las circunstancias de su época.

El libro vacío resuelve así, en resumidas cuentas, tal y como he querido sostener en este texto, contradicciones que, en el mejor de los casos, hubieran resultado ser abismos incomunicables bajo los códigos prescritos por la tradición literaria. Ése es, en mi opinión, el mayor de sus méritos: ofrecer en tan pocas páginas una idea cabal de las contradicciones que surcan, tantas veces confundidas en su admirable correspondencia, las cimas y los valles de la inefable alma humana.

Texto leído en el marco del Coloquio Internacional Josefina Vicens, organizado del 22 al 25 de noviembre de 2011 en la Ciudad de México por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, la Universidad del Claustro de Sor Juana y la Universidad Autónoma Metropolitana.

viernes, 21 de octubre de 2011

Teodosio García Ruiz, un breve asomo.



De su propia obra poética Teodosio García Ruiz  (Cunduacán, Tabasco, 1964) ha escrito: "Todo corazón, pasión y entrega, cada texto ha sido un vehículo de comunicación con mis semejantes, razón por la cual algunos me entienden y otro no...Todo ese proceso poético  es como la masticación de un fruto dulce en la boca de un tiranosaurio que no sabe un carajo del cultivo y  la estética del follaje pero disfruta del dulce comunicativo de la pulpa cosechada." Lo que quiere decir que, frente a García Ruiz, el lector se encuentra de cara a un poeta que deglute el lenguaje para transformarlo desde su personalísima perspectiva del mundo y desde el placer de una escritura que busca testimoniar el gozo que la origina.

En la obra de García Ruiz desfilan mujeres, niños, paisajes, alimentos, olores, ritmos, autores, melodías, lupanares, sensaciones, modismos, nostalgias, barriadas y un amplio universo simbólico, casi siempre ligado a la experiencia del hombre y la mujer ordinarios. En ese universo, la poética del autor de Sin lugar a dudas otorga singular significación a la "tarea de memoria" con la que debe cumplir toda tentativa escritural, por lo que no es de extrañar en sus libros la persistente presencia de referencias literarias y extraliterarias fácilmente confundibles con ese provincianismo del que sólo una crítica parcial podría acusarlo.

En ese sentido, Teodosio García Ruiz quizá sea el escritor tabasqueño que más a últimas fechas ha ahondado en la búsqueda de la mejor expresión del carácter local, pero no puede dejar de apreciarse por eso que el "encuadre" de su mirada trasciende este ámbito para enriquecerse a lo largo de los años con la asimilación de lecturas y autores, tanto como por la contumacia de su vocación al servicio de la lectura. Animador y promotor entrañable de las letras en Tabasco, la de Teodosio García Ruiz constituye desde tiempo atrás una figura ineludible si se quiere comprender la naturaleza y significación de la moderna literatura tabasqueña.

lunes, 10 de octubre de 2011

Un poema




A Remedios, la bella


Recuerdo tus ropas de batista,
tus perfumes de esencias extraídas
de flores semejantes a mujeres.
Uno de ellos olía a una mujer sonriente
a la que conocí en un puerto del Pacífico.
Su alegría duró lo que la noche previa
a su partida y una estela de amapolas
deslumbrantes se abría hacia la costa
con la esbeltez de una muchacha.

Otro más despedía sin remilgos el
sonrosado rostro de una niña coronada
                                                      [de nácar .
En los ojos de la niña se asomaba sin
tiento la leyenda y era fácil adivinar
en ellos una lágrima, el temblor,
el balbuceo apenas del amor que había
empezado, por fin, a dar la cara.

La última de las mujeres evocadas
por el perfume intacto de las flores
se parece más a una historia soñada
que a alguna aparición de soles
                                      [esplendentes.
Tras sus ojos como céfiros en vuelo
su figura que azotaba la mar contra
el espacio, y era un mástil su voz
frente al escarnio presentido de la noche.

Un día, tus ropas quedaron en el aire
porque subías hacia el sol como una
                                                [larga sombra.
Corrí hacia hacia ellas y logré prendarlas.
Se quedaron conmigo tu leyenda,
la reverberación silente de tu voz
y las mujeres que en ti desaparecen
con un manto de siglos,
                               camino de la nada.

sábado, 16 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 31.


Hay fiesta en mi pueblo. Cientos y cientos de personas acuden al festejo como en una procesión atávica, inevitable. En el atrio de la iglesia los hombres y las mujeres que han hecho de la celebración una verbena vistosa, multicolor, plagada de música y de ruidos. Todo se vale aquí, con tal de agradar a la imagen que nuestra religiosidad ha entronizado, desde hace décadas, como matrona indiscutible. Se baila, se canta, se ríe, se vende y se compra en medio de una bullaranga por momentos exasperante. Hay un desorden también. En realidad el desorden nos pertenece por lo que somos y por lo que hacemos con aquello que hemos heredado. En ese sentido, el ruido es nuestro, tanto como la voluntad de preservarlo. Nuestra es también la fiesta: nos complacemos con ella por su apariencia de alegría indetenible, de perenne embriaguez que nada sabe de noches que terminan ni de amaneceres que irrumpen con su calidez de cosa nueva, de arrullo nuevo dejando atrás un paisaje insomne. Si la fiesta es energía, la gente de mi pueblo parece tener en alguna parte un dínamo extraviado. La verdad es que el pueblo -casi toda su gente- poco conoce de bridas, así que la fiesta puede seguirse y seguirse hasta volverse presunción y derroche. Por algo la buena -y la mala- fama que la tierra donde nací se ha ganado. Por algo mi aturdimiento y mi confusión, mi rechazo y mi amor unidos en una mezcla imposible y asfixiante.

sábado, 9 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 28.



¿Cómo escribir sobre el dolor que se ha alojado hoy en mi pecho? Facundo Cabral ha muerto en Guatemala, asesinado a tiros como el criminal o el ladrón, el terrorista o el delincuente que nunca tuvo -ni tendría- sitio en sus canciones. Ha muerto a manos de la insania que habita en el corazón del hombre, de ese hombre en el que siempre confió, pese a la podredumbre que lo constituye. Alguna vez, pude estrechar la mano del maestro. Su concierto en el teatro Esperanza Iris había sido para mí una especie de bautismo y saludarlo, decirle brevemente lo mucho que lo admiraba, significa todavía, a varios años de aquel recital en Villahermosa, uno de mis más afortunados recuerdos. El maestro Cabral decía que "sólo aquel que hubiera vivido tendría el derecho a morir". Seguro estoy de que el gran trovador de la Argentina murió cuando su vida rebosaba de bríos y plenitudes. Descansa en paz, cantor, tú que ya te habías ganado el derecho a tu descanso, a tu inmortal morada en el cielo de los justos.

jueves, 7 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 27.




Nunca antes había entrado a un penal. Hoy, por cosas del trabajo, me fue dado ingresar al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso), recién inaugurado en Huimanguillo. En ese lugar todo es mundo sospechoso y, para demostrar su presunta inocencia, uno tiene que atravesar por las molestas revisiones de los puestos de control y acceso. Hombres y mujeres, casi todos ellos policías federales, con rostros de piedra interrogan al que llega por las razones de su visita y es posible sentir en el compás de espera que precede al ingreso el peso del miedo, de la bajeza que es capaz de cualquier cosa, incluso la de perpetrar un asalto a la inmensa fortaleza o una fuga planeada con escrupulosa relojería. Si no fuera por el miedo, ninguna autoridad se preocuparía por rastrear los antecedentes penales de quienes llegamos por cumplir con nuestro papel de proveedores o los de aquellos que llegan al penal en busca de un empleo. El crimen en México es una industria que derrama millones y no hay duda de que la cárcel de alta seguridad recién abierta en ese pobre municipio de Tabasco es una bendición para muchos que buscan una forma de ganarse la vida. Ya dentro del penal, la sensación de aislamiento se apodera del visitante que ve cuando se interna cómo la vida, tal y como la conoce allá afuera, se desmorona. Aquí lo único que cuentan son las reglas: hay una que establece por dónde hay que avanzar y cuándo hay que detenerse, y otra que dicta cómo hay que vestirse para llegar adentro; una que impone condiciones para comunicarse  y otra que manda que, en caso de fuga de reos, no hay quien se salve de quedarse allí en calidad de detenido. Con todo, cuesta trabajo creer que tras esas paredes enormes, inexpugnables en su mole de concreto, se escondan las figuras de algunos de los criminales más peligrosos del país. Los periódicos dicen que la primera cuerda de reos llegó hace varios meses desde Perote, Veracruz, y que cuando eso ocurrió un destacamento completo de infantería y policías federales custodiaron su conducción hacia la nueva cárcel. Yo, por mi parte, no alcanzo a ver a ningún violador, secuestrador, asesino o narcotraficante desde la garita que antecede a la última zona de revisión, y es entonces cuando me entero de que la runfla de criminales que habita en el penal ha sido castigada debido a un conato de fuga. "Por uno pagan todos, amigo", me dice en tono áspero un hombre que, como yo, espera desde hace largo rato en la garita. "Un pelao se escapó hace como un mes y ahora que lo agarraron ninguno de esos compas puede siquiera asomarse al patio". El castigo de uno es, así, el castigo de todos y apenas si puedo imaginar lo que esos casi 700 convictos habrán de vivir encerrados allí como animales. Cuando, por fin, recorro en sentido inverso el camino que me llevó a internarme en esa enorme selva de concreto, alambrados y puestos de seguridad, no puedo sino sentir una sensación de desahogo. Me son devueltos mi nombre y mis pertenencias -allí dentro es imposible llamarse de algún modo- en la entrada que funciona también como salida y otra vez vuelvo a la calle como aquel que recobra su libertad temporalmente arrebatada. De vuelta a Villahermosa una especie de chispazo en la nuca me obliga a preguntarme: ¿en qué momento el miedo se apoderó de nosotros al punto de tener que construir esas infames moles hechas para el confinamiento de hombres convertidos, por obra y gracia del delito, en bestias?


miércoles, 6 de julio de 2011

miércoles, 29 de junio de 2011

Diario peligroso. Día 26.



Hoy, una horda de "pochimovileros" bloqueó la carretera que va de Villahermosa a la ciudad de Frontera. La bloquearon sin más. Porque sí. Porque reclaman espacios que no han sabido ganarse. Porque su derecho a impedir el libre flujo de la vida de los otros es más grande que el derecho de cualquiera. A mi mujer, que viajaba en una "combi" de regreso a nuestra casa, no le fue posible llegar en poco tiempo. La "combi" tuvo que sortear por otra vía a más de un grupo de rufianes ocultos bajo la apariencia de servidores del transporte y en más de una ocasión el conductor tuvo que pagar un absurdo derecho de vía para continuar su recorrido. ¿Pero en qué clase de estado de indefensión nos encontramos? ¡El colmo de los colmos! Los señores rufianes se atreven a obstaculizar las calles y los cruces públicos con sus atronadores carcachas, su insolente manera de comportarse y su infernal ruido para que, encima, se permitan estrangular la poca vida que nos queda en los espacios que a todos nos pertenecen. Los diarios y las noticias de la televisión han dado cuenta de la forma en que la policía enfrentó a los revoltosos y es el caso que un mar de ellos ha querido resistirse a fuerza de garrote, con la quema de llantas e incluso con el enfrentamiento franco a las fuerzas del orden.  Y pensar, después de todo, que a estas tierras de Dios nuestro orgullo mal habido ha querido llamar "Edén".

Poesía y reescritura: El cargador de juguetes, de Vicente Gómez Montero


Vicente Gómez Montero, El cargador de juguetes, GUESA Ediciones, México, 2010, 39 pp.

Contra lo que la portada de El cargador de juguetes -el más reciente título del narrador y dramaturgo Vicente Gómez Montero- sugiere, el autor de Las puertas del infierno no entrega al lector en este libro una novela. El brevísimo cuerpo del volumen constituye, probablemente, una de las más serias tentativas de su autor por adentrarse en los meandros de la creación poética, de modo que la pertinencia de su apuesta, la audacia o la reserva de su trazo deben ser apreciados desde los códigos -siempre desdibujados y proteicos- de la poesía en tanto género literario.

Gómez Montero (Veracruz, México, 1964), se ha propuesto reescribir en unas cuantas páginas el milenario mito bíblico de los magos de Oriente en su viaje legendario tras las huellas del Mesías. Al hacerlo, y en la medida en que a lo largo del texto la referencia al "rey" y a los "reyes" constituye el eje articulador de la historia que poéticamente cuenta, el autor parte de una tradición eminentemente religiosa. Ya se sabe que en la Bíblia, el Evangelio de Mateo es el único que hace mención de unos "magos" que -probablemente provenientes de Persia, Babilonia o Asia- atraviesan el mundo hasta entonces conocido sólo para adorar a quien habrá con el tiempo de convertirse en "el rey de los judíos", así que la noción a partir de la que Gómez Montero reescribe la leyenda no puede sino corresponder a un credo asimilado, enriquecido por la imaginería popular y las distintas interpretaciones del episodio bíblico.

En su licencia por recrear, el autor llega al punto de fundir un tiempo mitológico, surcado por alusiones claras al principio de los tiempos, y un tiempo que transcurre en medio de los avatares del personaje principal del poema-narración en que acaba convertido el texto en su conjunto. Así, en el espacio en que el cargador de juguetes, convertido por obra de la historia en detentador de la potestad de encontrar otros "reyes" que suplan a los tres originales de la leyenda, coexisten los mercados, los diarios, la televisión y los paisajes insomnes, aquellos que podrían tener un sitio en el entramado del tiempo, o no tener ninguno.

Se diría que, si alguna virtud habría que reconocerle a este "delicado" ejercicio del narrador avezado que es Vicente Gómez Montero, tal vez este juego de interpolar espacios y trastocar coordenadas temporales constituya -junto con su lenguaje calmo y vigoroso- lo más celebrable del volumen. En ese juego el autor corre el riesgo de convertir a la historia en simple reescritura ininteligible y es eso mismo lo que aparta, apenas perceptiblemente, al texto de ser una novela breve construida sobre los cimientos de la alegoría.

Escrito como una "cosilla" que recuerda la intención con que Pellicer escribió aquellos célebres poemas en honor al nacimiento de Cristo, El cargador de juguetes quizá sólo adolece de la problemática aparición de un par de personajes -una presencia femenina que poco aporta en su difuminado ser al decurso de la historia ("Ella vino por ese tiempo. Doblegó hambre, lujuria y soberbia; fue amada por quienes se dijeron divinidades...") y la figura de un "maestro" (¿trasunto del propio Pellicer?), inexplicable en el contexto de la leyenda transfigurada. Con todo, la poesía detrás de la dilatada escritura del narrrador Gómez Montero ha logrado asomarse con buen tiento en este opúsculo; lo ha hecho sobre los hombros del lenguaje. Nada despreciable en una obra dada al fárrago del drama. Y a su vértigo.


miércoles, 22 de junio de 2011

Un poema




Génesis acuático


                                                                                               ¿Cuántas gotas de llanto se han reunido
                                                                                                para darte apariencia de infinito?

                                                                                                                                                     Elías Nandino


Recorrí estos mares buscando en su salitre lo que el cielo me negaba
me aventuré en sus simas como un moribundo perdido en el océano

Me cegó el sol los ojos
Mi piel se consumió y no tuve entonces sino escamas

No avizoré tampoco un solo esquife que llevara mi cuerpo de regreso
En cambio     contemplé dársenas y barcas hechas tal vez
para encallar en su primer intento

El mar sacó de mí cuanto de ancla restañaba en sus embates
nutrió con algas pliegues que mi cuerpo olvidó por mucho tiempo

Tanto obtuve del mar
Tanto dejé en sus arenas como dagas afiladas

Pero el mar me devolvió un día hacia la vida
Desde entonces no cesa mi brazo de alcanzarlo
de imaginar que regreso en cada parpadeo hasta su orilla.



domingo, 19 de junio de 2011

Monsiváis: entre la seducción y la escritura



1. La figura

Difícil añadir algo a todo lo escrito y dicho en torno a la figura de Carlos Monsiváis. El cronista murió hace justo un año y aún sigue entre nosotros la imagen de su figura, a medio camino entre el crítico admirable e imprescindible y la celebridad progresista que siempre miró con buenos ojos las posturas marginales de las minorías, los rituales urbanos que tan bien logró descifrar y los requiebros de la cultura popular. Difícil no caer en las ya archiconocidas referencias a su capacidad irónica, a su festejada vocación para el ensayo y la crónica y a su "omnipresencia" intelectual a lo largo de las últimas décadas en el México de la llamada transición democrática.

Admirado por muchos, leído por un número incalculable de seguidores, Monsiváis tuvo también -y no pocas veces con legítimo derecho al disentimiento- sobrados detractores. Por lo demás, era natural que un hombre de letras como él, convertido en una especie de celebridad a fuerza de una, por momentos, avasalladora sobreexposición mediática, tuviera adversarios en las diversas arenas que pisaba. Política, economía, activismo social, sociología, periodismo y cinefilia, entre otros campos, se entrecruzaron en su andamiaje de intereses con facilidad sobrecogedora, de manera que también es lícito reconocer que el maestro Monsiváis tuvo por fuerza que haber levantado ámpulas entre no pocos doctos y eruditos.

Lo cierto es que el cronista por antonomasia en que llegó a convertirse el habitante de la colonia Portales  no parece haberse propuesto a lo largo de su  obra construir un cuerpo de ideas irrefutable o monolítico. Si esa impresión ofrece ésta se debe, en todo caso, a la persistencia de sus obsesiones autorales, a la permanencia de sus temas y a la audacia con que consiguió posicionarse como uno de los escritores entrañables del último cuarto de siglo mexicano.

2. Instantes

A la prolija obra de Carlos Monsiváis llegué casi incidentalmente. Alguien me regaló -o es probable que haya comprado- una edición especial de su libro de  crónicas Los mil y un velorios, paseo literario-periodístico por los subterfugios de la nota roja en México, y supe desde ese instante que algo, allí en mi lectura, se revelaba con la fuerza de una verdad bestial e incontrovertible. El lenguaje del cronista se posaba sobre los territorios del crimen, daba cuenta de sus fondos demenciales con una desafección envidiable, en tanto que por otro lado el texto conseguía iluminar con suficiencia un par de verdades presumibles: la extraña atracción del mexicano por el asesinato, por lo grotesco de su difusión a manos de la prensa amarillista y la peculiar coexistencia de la muerte, violenta se entiende, con una cultura nacional que la exalta, aun en medio de sus temores.

Del recorrido in extenso de Monsiváis por nuestra atracción, rayana en lo patológico, hacia lo truculento y lo nefando, poco tiempo después llegó a mis manos una bella antología de relatos por él seleccionados. Lo fugitivo permanece integraba entre sus páginas parte de lo mejor de la cuentística mexicana escrita hasta entonces y de ese amasijo de historias breves, si bien creo recordar tres o cuatro títulos, conservo más en la memoria la breve aproximación ensayística de su antologador al panorama cuentístico en el país, desde finales del siglo XIX hasta traspasada la primera mitad del XX.

Monsiváis afirmaba en ese ensayo introductorio que el cuento en tierras mexicanas había aparecido relativamente tarde -de la mano del romanticismo- para evolucionar, no sin un largo y tortuoso recorrido, hasta la multiplicidad de temas y estilos actuales. Se dirá que nada original hay en el ordenamiento y selección de un conjunto más o menos brillante de narraciones -cosa que por lo demás es un rasgo atribuible a algunas otras antologías-, pero en favor de la selección de don Carlos puede acaso argüirse que el esquema general que propuso en ese libro para la comprensión de la narrativa breve en nuestro país es, a la vez que un recuento de autores y obras, un gracioso e inteligente recorrido por la historia misma del cambio cultural operado en el país a lo largo de décadas.

Con la misma vena con la que el autor de Escenas de pudor y liviandad se dispuso hacia el final de ese prólogo a dar cuenta de la inevitable irrupción  cuentística de los homosexuales, las prostitutas, las minorías de izquierda y, en general, de algunos de los grupos excluidos en el variopinto mosaico cultural y demográfico de México, en sus antologías poéticas (La poesía mexicana I y II) no puede dejar de apreciarse su gusto por festejar lo diverso y por honrar a sus poetas de culto. Personajes como Amado Nervo, Salvador Novo y Carlos Pellicer recibieron de él sendos acercamientos críticos y biográficos, lo que por otro lado nunca excluyó su admiración por la poesía popular destilada en las obras y canciones de José Alfredo Jiménez, Renato Leduc y Pedro Infante,  o en los melodramáticos boleros.

Convertido -particularmente en sus últimos años- en una especie de santón al que era necesario recurrir para entender lo mismo el cambio que el retroceso político-social del país, "el caos ritual" del D.F. o los vaivenes de la literatura mexicana, Monsiváis construyó un discurso inconfundible, a prueba de imitadores. Las claves de su ascenso dentro del firmamento de las letras deben encontrarse, sin duda,  en el valor intrínseco de su  obra, pero también en la seducción a la que su figura peculiar sometió a colegas, lectores, televidentes, comentaristas y legos. A una provisoria comprensión de las claves de esa seducción me llevó, después de un tiempo de frecuentar su obra y su figura, mi extrañeza por la enorme popularidad del que Adolfo Castañón calificara como "el último escritor público" de México.


3. El difícil arte del encantamiento

Monsiváis no tuvo nunca lo que pudiera llamarse un corpus de ideas propio. Para empezar porque -pese al común de las apreciaciones en torno a él- el llamado "padre de la moderna crónica mexicana" no fue un detentador de ideas o de posturas políticas, ideológicas o estéticas. En economía solía asociársele con el estatismo nacionalista; en política con la izquierda contestaria que contribuyó a partir de principios de la década de los setenta al cambio democrático en el país; en literatura la escritura que sobre lo kistch de la mexicanidad desplegó en títulos como Los rituales del caos o, más recientemente, en Apocalipstick le valieron ser identificado como el "ubicuo" testigo de la vorágine defeña y, por extensión, del caos nacional.

Es difícil, con todo, hallar en su dilatadísima bibliografía un claro planteamiento ideológico-político-literario como los que suelen atribuírsele. Quizá porque, en esencia, Monsiváis aspiraba a una síntesis imposible que sólo podía atisbarse a partir de su abrumadora producción periodístico-literaria y de su "omnipresencia" mediática. Lo que es indiscutible es que Carlos Monsiváis Aceves consiguió exitosamente conjuntar, a través de su obra, fragmentos de esa realidad inefable de la cultura en México. Talvez en ello estribe el mayor mérito de su trabajo creador y de su talante intelectual. Lograr semejante propósito -el de construir una imagen aceptada y, por momentos, peligrosamente generalizable de México- no pudo haber descansado únicamente en una obra con legitimidad reconocida, pero a duras penas digerible en su totalidad entre seguidores y lectores.

Era preciso sumar a la estatura literaria, a la defensa de las libertades civiles y sociales, la personalidad, sus manías y sus contrastes. Era necesario subyugar a partir de una figura que, siendo parte de la constelación de celebridades y figuras públicas de México, fuera capaz de voltear la mirada hacia el maremágnum de las expresiones populares, defender causas por largo tiempo indefendibles (como la de los homosexuales, las mujeres sin derecho al aborto y el laicismo arisco a la feligresía penitente), y, por encima de todo, hacerlo desde la simplicidad del hombre irónico y franco, sin más capital que el de su mirada inquisitiva y su sentencioso desenfado frente a las mil y un formas del autoritarismo.

Las claves de ese Monsiváis que cautiva a base de inteligencia quizá también deban comprenderse a partir del Monsiváis demasiado humano para desconocer -en un país dominado por la sinrazón de las facciones y los grupos- los subterfugios del poder y de la seducción social. No otro es el camino para entender, a un año de la muerte del cronista, la enorme estela de su obra y su figura.

Diario peligroso. Día 25.



No fue raro no encontrar, hoy en casa de mis padres, a papá que se afana día a día en los quehaceres religiosos de la parroquia del pueblo. Si alguien me hubiera dicho hace apenas unos años que el viejo habría de entregarse con el tesón con que ahora se entrega a las labores "del reino", quizá me hubiera reído. O quizás hubiera deseado que esas palabras tuvieran algo de profético. Hoy, el viejo no para: ora asiste devoto a los oficios del templo, que a reuniones donde se decide el rumbo de la feligresía; ora conversa con frecuencia con el cura de turno y toma parte en colectas, para la edificación de la nueva iglesia, que a veces se antojan imposibles. La vida de papá ha dado un giro, quizá sólo explicada por su deseo de seguir sintiéndose útil, una vez concretado su retiro tras cuarenta años de servicio como maestro en diferentes escuelas secundarias de Tabasco. La utilidad de su vida, tanto tiempo en función de su papel de proveedor de una familia más o menos peculiar como la nuestra, ahora pareciera depender de su entrega -también peculiar- al servicio de lo eclesiástico, a su voluntoriosa manera de entregarse a lo divino. Es curioso, una vez escribí un relato en el que el padre del protagonista era un hombre obstinado con la vida confesional y ascética. Papá, sin ser un obsesivo, da muestras suficientes de querer convertirse en algo que siempre rechazó: un hombre que, a su modo, busca a Dios entre los santos, los rituales y las sotanas. Nada que ver, por supuesto, con el necio de mi relato. Todo que ver con este hijo que fiel a su cariño, lo admira y, desde el fondo aún soñado de su infancia, lo retrata.

lunes, 13 de junio de 2011

Breve tributo a Salvador Córdova León (1953-1996)



Mi amigo, el poeta Ervey Castillo, me pide que escriba una pequeña semblanza del maestro Salvador Córdova León para el periódico Tabasco Hoy. Le respondo que sí, que la escribiré, y entonces me pongo a pensar en las cosas que, en tributo al maestro, pueden apenas esbozarse. A Salvador Córdova León (Villahermosa, Tabasco, 1953) lo conocí en el taller literario de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Yo cursaba aún el primero de los años de la carrera de economía  y mi arribo al taller donde se fraguaban letras y -eventualmente- se forjaban vocaciones al servicio de la literatura fue más un accidente que una elección para encontrar un camino.

El maestro Córdova era un hombre afable. Escuchaba con delicadeza y atención los textos de quienes irrumpíamos, a veces con más audacia que logros, en el universo de la escritura y siempre ponía a nuestra disposición lecturas y libros, recomendaciones y enmiendas que no apuntaban sino a perfeccionar en escritores en ciernes, como los que entonces pretendíamos ser, las habilidades que el poema o el cuento, la breve línea o el aforismo requerían para su existencia como formas verbales en pleno. Nunca olvidaré el  impacto definitorio que para mi comprensión de la palabra poética tuvo, en voz del maestro, la lectura del breve poema En una estación del metro, del poeta norteamericano Ezra Pound:

                               The apparition of these faces in the crowd;
                                petals on a wet, black bough

                                [La aparición de estos rostros entre la muchedumbre
                                pétalos en una húmeda, negra rama]
             
Allí, en la economía de palabras y en la intensidad de la imagen, el credo poético que el maestro -años después lo supe- asumiera como fundamento de su corta obra, y allí también el aliento  preciso, despojado de ornamentos, que él apreciaba en los distintos trabajos leídos en su taller.  Poundiano como al final del cuentas era, ahora me queda claro que la poesía de Salvador Córdova León encarnó, en su momento, una tarea no siempre a tono con la estética dominante entre los miembros de su generación y era la suya una búsqueda lúdica -tantas veces contrastante con su figura estoica, gravemente irónica- de la metáfora exacta y luminosa.

Un día, alguien en la universidad nos avisó que el maestro Córdova León había enfermado. Desasosiego, incertidumbre, pesar por su ausencia entre quienes lo conocíamos. Otro día el rumor, apenas contenido, de su partida irremediable. El maestro Córdova León terminó por dejar este mundo un día grisáceo de 1996. Sobrevive entre nosotros su varia, varia invención, la chispa y la semilla que sembró en quienes lo tratamos con ese "corazón envuelto en llamas", enloquecido una vez, y para siempre, por la pasión y la palabra.

domingo, 5 de junio de 2011

Diario peligroso. Día 24.



Soy el dueño de una casa vieja. Por lo menos, eso dice mi padre que se ha dispuesto a heredármela sin más mérito que el de ser hijo suyo. Sin papeles que digan otra cosa, la casa sigue siendo del viejo, pero ahora es en cierto modo mía, como mía también es la responsabilidad de  decidir sobre su destino. Por su estado, la casa necesita mil y un remiendos: una nueva mano de pintura, un nuevo techo y también nuevos aires, quizás otras ideas que devuelvan el brillo que sus más de treinta años han terminado por quitarle. En la casa se quedan mis recuerdos. La infancia de temores, ansiedades y retraimientos, tanto como mi adolescencia atolondrada; los juegos de los años de escuela, así como las rencillas inevitables con aquel que competía por las canicas, el mejor de los trompos, el escondite mejor en las noches de juegos. Se quedan, también, aquellos rostros: la vieja E., sola y triste por la ausencia de un hijo que la ignora y doña S., especialista en llevar a mi madre los chismes "recién salidos" de la cuadra. Se queda doña J., altiva señora que siempre miró con desconfianza a esa banda de críos disparejos en que nos convertimos los hijos -eternos rivales de sus nietos- de mis padres y también doña R., cuyos ojos verduzcos y cuyo andar coqueto nos hablaban de un pasado de juvenil prestancia, de belleza sin par, y de una vida arruinada por vivir bajo el techo de un borracho. En la casa se quedan los ecos de pleitos entre hermanos, entre esposos que a ratos no se soportaban y los escarceos del amor, del vouyerista aquel que creyó en que su vecina -la resbalosa G.- tenía los pechos y las curvas más excitantes del planeta. Todo se queda allí, junto con mi perplejidad ante su estado ruinoso, su invendible presencia que atestigua la transformación del pueblo y, quizás, su silente dolor ante nuestra partida inevitable. Mirándola, como la miro cuando regreso a ella para intentar restaurarla, no puedo sino acordarme de aquel célebre poema, Últimos días de una casa, de Dulce María Loynaz, la genial poeta habanera:

                        Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
                        unido está a su casa poco menos
                        que el molusco a su concha.
                        No se quiebra esta unión sin que algo muera
                        en la casa, en el hombre...O en los dos...

Supongo que algo ha comenzado a quebrarse en aquellos que alguna vez poblamos ese pequeño espacio que ahora guarda sólo polvo. Y una memoria de ausencias.

martes, 31 de mayo de 2011

Feminismo y narración: La casa árabe, de Ruth Pérez Aguirre


Este texto comienza, necesariamente, con un reconocimiento. En Tabasco parece cobrar fuerza una promoción literaria compuesta visiblemente por mujeres, lo que no debe dejar de apreciarse en el ámbito nuestro, tan dado a escamotear la mirada femenina sobre un mundo cada vez "menos ancho y más ajeno".

Integrada, en lo fundamental, por periodistas, maestras, investigadoras y académicas, dicha promoción escribe y publica por los medios que puede y los temas que aborda (en sí mismos, probables objetos de análisis futuros) constituyen para nuestra región un baremo literario de eso que estudiosos de las ciencias sociales han dado en bautizar, desde hace relativamente poco, como perspectivas de género.

Concepciones teóricas aparte, escritoras como Guadalupe Azuara Forcelledo, Soledad Arellano, Flora Salazar Ledesma, Leticia Rivera Virgilio, María Eugenia Torres Arias y Ruth Pérez Aguirre, entre otras, han querido incursionar en los terrenos siempre del todo inexplorados de los géneros narrativos, con resultados que habrá que ponderar, en su momento, a la luz de la relevancia y la consistencia de sus obras.

La casa árabe, novela de Ruth Pérez Aguirre (Mérida, Yucatán, 1954), editada bajo el sello del Instituto Estatal de Cultura, es un libro que no puede dejar de examinarse a partir de lo antes dicho. Hay allí una historia protagonizada por una mujer, Luz de María, alrededor de cuyas acciones la trama se desenvuelve y a través de las cuales el narrador da cuenta, desde el primer capítulo, de una visión peculiar de los sucesos detonados por un incidente carretero. Lo que sigue a ese incidente -las cercanías del amor clandestino y los pequeños actos que conectan a los  distintos giros del argumento- haría pensar al lector en una novela que plantea con realismo el tema de la infidelidad y de la crisis del matrimonio, pero termina siendo una tentativa prosística demasiado irreal y artificiosa.

La novela no es irreal por inverosímil; lo es por su construcción basada en escenas que avanzan lentamente, sostenidas por el lenguaje afectado de su escritura. Lo mismo, por extensión, puede decirse de los diálogos. En el texto los personajes parecen intervenir cada cierto tiempo para entonar premeditadas exclamaciones dramáticas, lo que evidentemente obstaculiza en la novela ese "zurcido"  fino que la conduciría a ser una imitación gozosa de cierta porción de vida.

Situada, gracias a escasas referencias geográficas, en las afueras de Villahermosa, la historia transcurre allí, pero bien pudiera ocurrir en cualquier lado. Geografía y trama no conforman, pues, un vínculo inequívoco para fines de la materia narrada, lo que lleva a que el espacio sirva sólo de pretexto para hacer que las acciones continúen. Una novela que debiera contener entre sus páginas elementos idiosincrásicos que involucren tiempo y lugar de modo convincente, acaba por incorporar el factor espacial sólo como  fondo decorativo.

La casa árabe puede ser vista, con todo, como una tentativa seria en Ruth Pérez Aguirre por hallar una voz entre el concierto de nuestra narrativa. Su extensión y su ambiciosa arquitectura capitular hablan de ello, tanto como el tesón de la autora por enhebrar historias que conmuevan y que nos cuenten, cada vez mejor, de ese mundo por momentos enigmático, fascinantemente complejo al que Rosario Castellanos bautizó de modo insuperable como "el eterno femenino".

lunes, 23 de mayo de 2011

Diario peligroso. Día 23.



Mi mujer ha traído a casa un par de cotorros. Los atiende, los mima y los consiente como quien tiene a su cargo dos traviesas criaturas. Los cotorros responden al amor de mi mujer con sus miradas. La miran como desde un fondo insospechado y, para mí, por momentos temido. Es claro que ese par de animales no habrá de renunciar -es imposible- a los dictados que su especie mandata, pero mi mujer se obstina en atenderlos como a dos hijos suyos. Me sorprende el amor y su fuerza en ese extraño diálogo de mi esposa con el par de psitácidas. Mirarlos descender de su jaula, buscarla cuando ella los libera, contemplar su extravío momentáneo en medio de la casa y escuchar sus graznidos camino al cautiverio se ha vuelto a últimas fechas parte de un aprendido ritual matutino. Por las noches, a mi regreso del trabajo, las dos avecillas me observan desde su jaula con una mezcla de miedo y extrañeza. Es curioso: llevan semanas mirándome entrar y salir por la misma puerta, acercarme hacia ellas para susurrarles cualquier bobada y aún creo ser para ambas un perfecto desconocido. ¿Sabrán algo de mí ese par de bolas de plumas verdes que yo mismo de mí no sepa?

jueves, 19 de mayo de 2011

Un poema*




Cuarto Acto

Un coso en la Sevilla esplendorosa. Un olor a fiesta y a tragedia.
La gitanilla ha llegado puntual a su cita con la locura,
con el desparpajo que festeja del matador hasta su nombre.
La gitanilla no sabe que hasta allí ha llegado también el rostro
de una pasión que se confunde con la infinitud de rostros en la plaza.
No sabe que ese rostro la persigue desde los tiempos
en que la soledad tenía otro nombre
y era el despecho una forma secreta del martirio.
                                                                   La gitanilla no sabe tantas cosas.
También ignora —por ejemplo— que una amenaza es la sombra
alargada de un cuchillo y que esa sombra es quizá el reflejo
                                                                            de un hombre moribundo.
De pronto, la sombra —y el cuchillo— cobran forma.
La gitanilla ha visto ya esa forma apenas asomada en el pozo sin fondo
de unos naipes, en el adivinar secreto de las cosas.
Ha visto la materia convertida en un soplo de vida, en un trozo de tela
arrancado al gran lienzo que exhibe la tragedia.
Escucha,
              presta atención a las palabras que llegan hasta ella como
alud en desenfreno, como viento que desperdiga su furia contenida.
Escucha pero no cede al ruego que la llama al borde del espasmo,
de la palabra que pronto ha de guardar silencio para volverse fuego,
                                                                  piedra rodante en un desfiladero.
Después de las palabras, todo será una inútil profusión
                                                                           de humo y de ceniza.
Hablará el cuchillo con su tronante voz desencajada
                                                               y callará el estruendo de la plaza.
Después de las palabras sólo la voz de los amantes silenciados
                                                                    hablará con su palabra muda.
Después de las palabras, esta plaza no será sino
 una inmensa sepultura erigida en honor a los amores imposibles.


* Basado en el acto IV de la ópera Carmen, incluido en el libro Arias, en proceso de preparación.