sábado, 16 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 31.


Hay fiesta en mi pueblo. Cientos y cientos de personas acuden al festejo como en una procesión atávica, inevitable. En el atrio de la iglesia los hombres y las mujeres que han hecho de la celebración una verbena vistosa, multicolor, plagada de música y de ruidos. Todo se vale aquí, con tal de agradar a la imagen que nuestra religiosidad ha entronizado, desde hace décadas, como matrona indiscutible. Se baila, se canta, se ríe, se vende y se compra en medio de una bullaranga por momentos exasperante. Hay un desorden también. En realidad el desorden nos pertenece por lo que somos y por lo que hacemos con aquello que hemos heredado. En ese sentido, el ruido es nuestro, tanto como la voluntad de preservarlo. Nuestra es también la fiesta: nos complacemos con ella por su apariencia de alegría indetenible, de perenne embriaguez que nada sabe de noches que terminan ni de amaneceres que irrumpen con su calidez de cosa nueva, de arrullo nuevo dejando atrás un paisaje insomne. Si la fiesta es energía, la gente de mi pueblo parece tener en alguna parte un dínamo extraviado. La verdad es que el pueblo -casi toda su gente- poco conoce de bridas, así que la fiesta puede seguirse y seguirse hasta volverse presunción y derroche. Por algo la buena -y la mala- fama que la tierra donde nací se ha ganado. Por algo mi aturdimiento y mi confusión, mi rechazo y mi amor unidos en una mezcla imposible y asfixiante.

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