A Remedios, la bella
Recuerdo tus ropas de batista,
tus perfumes de esencias extraídas
de flores semejantes a mujeres.
Uno de ellos olía a una mujer sonriente
a la que conocí en un puerto del Pacífico.
Su alegría duró lo que la noche previa
a su partida y una estela de amapolas
deslumbrantes se abría hacia la costa
con la esbeltez de una muchacha.
Otro más despedía sin remilgos el
sonrosado rostro de una niña coronada
[de nácar .
En los ojos de la niña se asomaba sin
tiento la leyenda y era fácil adivinar
en ellos una lágrima, el temblor,
el balbuceo apenas del amor que había
empezado, por fin, a dar la cara.
La última de las mujeres evocadas
por el perfume intacto de las flores
se parece más a una historia soñada
que a alguna aparición de soles
[esplendentes.
Tras sus ojos como céfiros en vuelo
su figura que azotaba la mar contra
el espacio, y era un mástil su voz
frente al escarnio presentido de la noche.
Un día, tus ropas quedaron en el aire
porque subías hacia el sol como una
[larga sombra.
Corrí hacia hacia ellas y logré prendarlas.
Se quedaron conmigo tu leyenda,
la reverberación silente de tu voz
y las mujeres que en ti desaparecen
con un manto de siglos,
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