1. La figura
Difícil añadir algo a todo lo escrito y dicho en torno a la figura de Carlos Monsiváis. El cronista murió hace justo un año y aún sigue entre nosotros la imagen de su figura, a medio camino entre el crítico admirable e imprescindible y la celebridad progresista que siempre miró con buenos ojos las posturas marginales de las minorías, los rituales urbanos que tan bien logró descifrar y los requiebros de la cultura popular. Difícil no caer en las ya archiconocidas referencias a su capacidad irónica, a su festejada vocación para el ensayo y la crónica y a su "omnipresencia" intelectual a lo largo de las últimas décadas en el México de la llamada transición democrática.
Admirado por muchos, leído por un número incalculable de seguidores, Monsiváis tuvo también -y no pocas veces con legítimo derecho al disentimiento- sobrados detractores. Por lo demás, era natural que un hombre de letras como él, convertido en una especie de celebridad a fuerza de una, por momentos, avasalladora sobreexposición mediática, tuviera adversarios en las diversas arenas que pisaba. Política, economía, activismo social, sociología, periodismo y cinefilia, entre otros campos, se entrecruzaron en su andamiaje de intereses con facilidad sobrecogedora, de manera que también es lícito reconocer que el maestro Monsiváis tuvo por fuerza que haber levantado ámpulas entre no pocos doctos y eruditos.
Lo cierto es que el cronista por antonomasia en que llegó a convertirse el habitante de la colonia Portales no parece haberse propuesto a lo largo de su obra construir un cuerpo de ideas irrefutable o monolítico. Si esa impresión ofrece ésta se debe, en todo caso, a la persistencia de sus obsesiones autorales, a la permanencia de sus temas y a la audacia con que consiguió posicionarse como uno de los escritores entrañables del último cuarto de siglo mexicano.
2. Instantes
A la prolija obra de Carlos Monsiváis llegué casi incidentalmente. Alguien me regaló -o es probable que haya comprado- una edición especial de su libro de crónicas Los mil y un velorios, paseo literario-periodístico por los subterfugios de la nota roja en México, y supe desde ese instante que algo, allí en mi lectura, se revelaba con la fuerza de una verdad bestial e incontrovertible. El lenguaje del cronista se posaba sobre los territorios del crimen, daba cuenta de sus fondos demenciales con una desafección envidiable, en tanto que por otro lado el texto conseguía iluminar con suficiencia un par de verdades presumibles: la extraña atracción del mexicano por el asesinato, por lo grotesco de su difusión a manos de la prensa amarillista y la peculiar coexistencia de la muerte, violenta se entiende, con una cultura nacional que la exalta, aun en medio de sus temores.
Del recorrido in extenso de Monsiváis por nuestra atracción, rayana en lo patológico, hacia lo truculento y lo nefando, poco tiempo después llegó a mis manos una bella antología de relatos por él seleccionados. Lo fugitivo permanece integraba entre sus páginas parte de lo mejor de la cuentística mexicana escrita hasta entonces y de ese amasijo de historias breves, si bien creo recordar tres o cuatro títulos, conservo más en la memoria la breve aproximación ensayística de su antologador al panorama cuentístico en el país, desde finales del siglo XIX hasta traspasada la primera mitad del XX.
Monsiváis afirmaba en ese ensayo introductorio que el cuento en tierras mexicanas había aparecido relativamente tarde -de la mano del romanticismo- para evolucionar, no sin un largo y tortuoso recorrido, hasta la multiplicidad de temas y estilos actuales. Se dirá que nada original hay en el ordenamiento y selección de un conjunto más o menos brillante de narraciones -cosa que por lo demás es un rasgo atribuible a algunas otras antologías-, pero en favor de la selección de don Carlos puede acaso argüirse que el esquema general que propuso en ese libro para la comprensión de la narrativa breve en nuestro país es, a la vez que un recuento de autores y obras, un gracioso e inteligente recorrido por la historia misma del cambio cultural operado en el país a lo largo de décadas.
Con la misma vena con la que el autor de Escenas de pudor y liviandad se dispuso hacia el final de ese prólogo a dar cuenta de la inevitable irrupción cuentística de los homosexuales, las prostitutas, las minorías de izquierda y, en general, de algunos de los grupos excluidos en el variopinto mosaico cultural y demográfico de México, en sus antologías poéticas (La poesía mexicana I y II) no puede dejar de apreciarse su gusto por festejar lo diverso y por honrar a sus poetas de culto. Personajes como Amado Nervo, Salvador Novo y Carlos Pellicer recibieron de él sendos acercamientos críticos y biográficos, lo que por otro lado nunca excluyó su admiración por la poesía popular destilada en las obras y canciones de José Alfredo Jiménez, Renato Leduc y Pedro Infante, o en los melodramáticos boleros.
Convertido -particularmente en sus últimos años- en una especie de santón al que era necesario recurrir para entender lo mismo el cambio que el retroceso político-social del país, "el caos ritual" del D.F. o los vaivenes de la literatura mexicana, Monsiváis construyó un discurso inconfundible, a prueba de imitadores. Las claves de su ascenso dentro del firmamento de las letras deben encontrarse, sin duda, en el valor intrínseco de su obra, pero también en la seducción a la que su figura peculiar sometió a colegas, lectores, televidentes, comentaristas y legos. A una provisoria comprensión de las claves de esa seducción me llevó, después de un tiempo de frecuentar su obra y su figura, mi extrañeza por la enorme popularidad del que Adolfo Castañón calificara como "el último escritor público" de México.
3. El difícil arte del encantamiento
Monsiváis no tuvo nunca lo que pudiera llamarse un corpus de ideas propio. Para empezar porque -pese al común de las apreciaciones en torno a él- el llamado "padre de la moderna crónica mexicana" no fue un detentador de ideas o de posturas políticas, ideológicas o estéticas. En economía solía asociársele con el estatismo nacionalista; en política con la izquierda contestaria que contribuyó a partir de principios de la década de los setenta al cambio democrático en el país; en literatura la escritura que sobre lo kistch de la mexicanidad desplegó en títulos como Los rituales del caos o, más recientemente, en Apocalipstick le valieron ser identificado como el "ubicuo" testigo de la vorágine defeña y, por extensión, del caos nacional.
Es difícil, con todo, hallar en su dilatadísima bibliografía un claro planteamiento ideológico-político-literario como los que suelen atribuírsele. Quizá porque, en esencia, Monsiváis aspiraba a una síntesis imposible que sólo podía atisbarse a partir de su abrumadora producción periodístico-literaria y de su "omnipresencia" mediática. Lo que es indiscutible es que Carlos Monsiváis Aceves consiguió exitosamente conjuntar, a través de su obra, fragmentos de esa realidad inefable de la cultura en México. Talvez en ello estribe el mayor mérito de su trabajo creador y de su talante intelectual. Lograr semejante propósito -el de construir una imagen aceptada y, por momentos, peligrosamente generalizable de México- no pudo haber descansado únicamente en una obra con legitimidad reconocida, pero a duras penas digerible en su totalidad entre seguidores y lectores.
Era preciso sumar a la estatura literaria, a la defensa de las libertades civiles y sociales, la personalidad, sus manías y sus contrastes. Era necesario subyugar a partir de una figura que, siendo parte de la constelación de celebridades y figuras públicas de México, fuera capaz de voltear la mirada hacia el maremágnum de las expresiones populares, defender causas por largo tiempo indefendibles (como la de los homosexuales, las mujeres sin derecho al aborto y el laicismo arisco a la feligresía penitente), y, por encima de todo, hacerlo desde la simplicidad del hombre irónico y franco, sin más capital que el de su mirada inquisitiva y su sentencioso desenfado frente a las mil y un formas del autoritarismo.
Las claves de ese Monsiváis que cautiva a base de inteligencia quizá también deban comprenderse a partir del Monsiváis demasiado humano para desconocer -en un país dominado por la sinrazón de las facciones y los grupos- los subterfugios del poder y de la seducción social. No otro es el camino para entender, a un año de la muerte del cronista, la enorme estela de su obra y su figura.
Admirado por muchos, leído por un número incalculable de seguidores, Monsiváis tuvo también -y no pocas veces con legítimo derecho al disentimiento- sobrados detractores. Por lo demás, era natural que un hombre de letras como él, convertido en una especie de celebridad a fuerza de una, por momentos, avasalladora sobreexposición mediática, tuviera adversarios en las diversas arenas que pisaba. Política, economía, activismo social, sociología, periodismo y cinefilia, entre otros campos, se entrecruzaron en su andamiaje de intereses con facilidad sobrecogedora, de manera que también es lícito reconocer que el maestro Monsiváis tuvo por fuerza que haber levantado ámpulas entre no pocos doctos y eruditos.
Lo cierto es que el cronista por antonomasia en que llegó a convertirse el habitante de la colonia Portales no parece haberse propuesto a lo largo de su obra construir un cuerpo de ideas irrefutable o monolítico. Si esa impresión ofrece ésta se debe, en todo caso, a la persistencia de sus obsesiones autorales, a la permanencia de sus temas y a la audacia con que consiguió posicionarse como uno de los escritores entrañables del último cuarto de siglo mexicano.
2. Instantes
A la prolija obra de Carlos Monsiváis llegué casi incidentalmente. Alguien me regaló -o es probable que haya comprado- una edición especial de su libro de crónicas Los mil y un velorios, paseo literario-periodístico por los subterfugios de la nota roja en México, y supe desde ese instante que algo, allí en mi lectura, se revelaba con la fuerza de una verdad bestial e incontrovertible. El lenguaje del cronista se posaba sobre los territorios del crimen, daba cuenta de sus fondos demenciales con una desafección envidiable, en tanto que por otro lado el texto conseguía iluminar con suficiencia un par de verdades presumibles: la extraña atracción del mexicano por el asesinato, por lo grotesco de su difusión a manos de la prensa amarillista y la peculiar coexistencia de la muerte, violenta se entiende, con una cultura nacional que la exalta, aun en medio de sus temores.
Del recorrido in extenso de Monsiváis por nuestra atracción, rayana en lo patológico, hacia lo truculento y lo nefando, poco tiempo después llegó a mis manos una bella antología de relatos por él seleccionados. Lo fugitivo permanece integraba entre sus páginas parte de lo mejor de la cuentística mexicana escrita hasta entonces y de ese amasijo de historias breves, si bien creo recordar tres o cuatro títulos, conservo más en la memoria la breve aproximación ensayística de su antologador al panorama cuentístico en el país, desde finales del siglo XIX hasta traspasada la primera mitad del XX.
Monsiváis afirmaba en ese ensayo introductorio que el cuento en tierras mexicanas había aparecido relativamente tarde -de la mano del romanticismo- para evolucionar, no sin un largo y tortuoso recorrido, hasta la multiplicidad de temas y estilos actuales. Se dirá que nada original hay en el ordenamiento y selección de un conjunto más o menos brillante de narraciones -cosa que por lo demás es un rasgo atribuible a algunas otras antologías-, pero en favor de la selección de don Carlos puede acaso argüirse que el esquema general que propuso en ese libro para la comprensión de la narrativa breve en nuestro país es, a la vez que un recuento de autores y obras, un gracioso e inteligente recorrido por la historia misma del cambio cultural operado en el país a lo largo de décadas.
Con la misma vena con la que el autor de Escenas de pudor y liviandad se dispuso hacia el final de ese prólogo a dar cuenta de la inevitable irrupción cuentística de los homosexuales, las prostitutas, las minorías de izquierda y, en general, de algunos de los grupos excluidos en el variopinto mosaico cultural y demográfico de México, en sus antologías poéticas (La poesía mexicana I y II) no puede dejar de apreciarse su gusto por festejar lo diverso y por honrar a sus poetas de culto. Personajes como Amado Nervo, Salvador Novo y Carlos Pellicer recibieron de él sendos acercamientos críticos y biográficos, lo que por otro lado nunca excluyó su admiración por la poesía popular destilada en las obras y canciones de José Alfredo Jiménez, Renato Leduc y Pedro Infante, o en los melodramáticos boleros.
Convertido -particularmente en sus últimos años- en una especie de santón al que era necesario recurrir para entender lo mismo el cambio que el retroceso político-social del país, "el caos ritual" del D.F. o los vaivenes de la literatura mexicana, Monsiváis construyó un discurso inconfundible, a prueba de imitadores. Las claves de su ascenso dentro del firmamento de las letras deben encontrarse, sin duda, en el valor intrínseco de su obra, pero también en la seducción a la que su figura peculiar sometió a colegas, lectores, televidentes, comentaristas y legos. A una provisoria comprensión de las claves de esa seducción me llevó, después de un tiempo de frecuentar su obra y su figura, mi extrañeza por la enorme popularidad del que Adolfo Castañón calificara como "el último escritor público" de México.
3. El difícil arte del encantamiento
Monsiváis no tuvo nunca lo que pudiera llamarse un corpus de ideas propio. Para empezar porque -pese al común de las apreciaciones en torno a él- el llamado "padre de la moderna crónica mexicana" no fue un detentador de ideas o de posturas políticas, ideológicas o estéticas. En economía solía asociársele con el estatismo nacionalista; en política con la izquierda contestaria que contribuyó a partir de principios de la década de los setenta al cambio democrático en el país; en literatura la escritura que sobre lo kistch de la mexicanidad desplegó en títulos como Los rituales del caos o, más recientemente, en Apocalipstick le valieron ser identificado como el "ubicuo" testigo de la vorágine defeña y, por extensión, del caos nacional.
Es difícil, con todo, hallar en su dilatadísima bibliografía un claro planteamiento ideológico-político-literario como los que suelen atribuírsele. Quizá porque, en esencia, Monsiváis aspiraba a una síntesis imposible que sólo podía atisbarse a partir de su abrumadora producción periodístico-literaria y de su "omnipresencia" mediática. Lo que es indiscutible es que Carlos Monsiváis Aceves consiguió exitosamente conjuntar, a través de su obra, fragmentos de esa realidad inefable de la cultura en México. Talvez en ello estribe el mayor mérito de su trabajo creador y de su talante intelectual. Lograr semejante propósito -el de construir una imagen aceptada y, por momentos, peligrosamente generalizable de México- no pudo haber descansado únicamente en una obra con legitimidad reconocida, pero a duras penas digerible en su totalidad entre seguidores y lectores.
Era preciso sumar a la estatura literaria, a la defensa de las libertades civiles y sociales, la personalidad, sus manías y sus contrastes. Era necesario subyugar a partir de una figura que, siendo parte de la constelación de celebridades y figuras públicas de México, fuera capaz de voltear la mirada hacia el maremágnum de las expresiones populares, defender causas por largo tiempo indefendibles (como la de los homosexuales, las mujeres sin derecho al aborto y el laicismo arisco a la feligresía penitente), y, por encima de todo, hacerlo desde la simplicidad del hombre irónico y franco, sin más capital que el de su mirada inquisitiva y su sentencioso desenfado frente a las mil y un formas del autoritarismo.
Las claves de ese Monsiváis que cautiva a base de inteligencia quizá también deban comprenderse a partir del Monsiváis demasiado humano para desconocer -en un país dominado por la sinrazón de las facciones y los grupos- los subterfugios del poder y de la seducción social. No otro es el camino para entender, a un año de la muerte del cronista, la enorme estela de su obra y su figura.
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