Nunca antes había entrado a un penal. Hoy, por cosas del trabajo, me fue dado ingresar al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso), recién inaugurado en Huimanguillo. En ese lugar todo es mundo sospechoso y, para demostrar su presunta inocencia, uno tiene que atravesar por las molestas revisiones de los puestos de control y acceso. Hombres y mujeres, casi todos ellos policías federales, con rostros de piedra interrogan al que llega por las razones de su visita y es posible sentir en el compás de espera que precede al ingreso el peso del miedo, de la bajeza que es capaz de cualquier cosa, incluso la de perpetrar un asalto a la inmensa fortaleza o una fuga planeada con escrupulosa relojería. Si no fuera por el miedo, ninguna autoridad se preocuparía por rastrear los antecedentes penales de quienes llegamos por cumplir con nuestro papel de proveedores o los de aquellos que llegan al penal en busca de un empleo. El crimen en México es una industria que derrama millones y no hay duda de que la cárcel de alta seguridad recién abierta en ese pobre municipio de Tabasco es una bendición para muchos que buscan una forma de ganarse la vida. Ya dentro del penal, la sensación de aislamiento se apodera del visitante que ve cuando se interna cómo la vida, tal y como la conoce allá afuera, se desmorona. Aquí lo único que cuentan son las reglas: hay una que establece por dónde hay que avanzar y cuándo hay que detenerse, y otra que dicta cómo hay que vestirse para llegar adentro; una que impone condiciones para comunicarse y otra que manda que, en caso de fuga de reos, no hay quien se salve de quedarse allí en calidad de detenido. Con todo, cuesta trabajo creer que tras esas paredes enormes, inexpugnables en su mole de concreto, se escondan las figuras de algunos de los criminales más peligrosos del país. Los periódicos dicen que la primera cuerda de reos llegó hace varios meses desde Perote, Veracruz, y que cuando eso ocurrió un destacamento completo de infantería y policías federales custodiaron su conducción hacia la nueva cárcel. Yo, por mi parte, no alcanzo a ver a ningún violador, secuestrador, asesino o narcotraficante desde la garita que antecede a la última zona de revisión, y es entonces cuando me entero de que la runfla de criminales que habita en el penal ha sido castigada debido a un conato de fuga. "Por uno pagan todos, amigo", me dice en tono áspero un hombre que, como yo, espera desde hace largo rato en la garita. "Un pelao se escapó hace como un mes y ahora que lo agarraron ninguno de esos compas puede siquiera asomarse al patio". El castigo de uno es, así, el castigo de todos y apenas si puedo imaginar lo que esos casi 700 convictos habrán de vivir encerrados allí como animales. Cuando, por fin, recorro en sentido inverso el camino que me llevó a internarme en esa enorme selva de concreto, alambrados y puestos de seguridad, no puedo sino sentir una sensación de desahogo. Me son devueltos mi nombre y mis pertenencias -allí dentro es imposible llamarse de algún modo- en la entrada que funciona también como salida y otra vez vuelvo a la calle como aquel que recobra su libertad temporalmente arrebatada. De vuelta a Villahermosa una especie de chispazo en la nuca me obliga a preguntarme: ¿en qué momento el miedo se apoderó de nosotros al punto de tener que construir esas infames moles hechas para el confinamiento de hombres convertidos, por obra y gracia del delito, en bestias?
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