lunes, 23 de mayo de 2011

Diario peligroso. Día 23.



Mi mujer ha traído a casa un par de cotorros. Los atiende, los mima y los consiente como quien tiene a su cargo dos traviesas criaturas. Los cotorros responden al amor de mi mujer con sus miradas. La miran como desde un fondo insospechado y, para mí, por momentos temido. Es claro que ese par de animales no habrá de renunciar -es imposible- a los dictados que su especie mandata, pero mi mujer se obstina en atenderlos como a dos hijos suyos. Me sorprende el amor y su fuerza en ese extraño diálogo de mi esposa con el par de psitácidas. Mirarlos descender de su jaula, buscarla cuando ella los libera, contemplar su extravío momentáneo en medio de la casa y escuchar sus graznidos camino al cautiverio se ha vuelto a últimas fechas parte de un aprendido ritual matutino. Por las noches, a mi regreso del trabajo, las dos avecillas me observan desde su jaula con una mezcla de miedo y extrañeza. Es curioso: llevan semanas mirándome entrar y salir por la misma puerta, acercarme hacia ellas para susurrarles cualquier bobada y aún creo ser para ambas un perfecto desconocido. ¿Sabrán algo de mí ese par de bolas de plumas verdes que yo mismo de mí no sepa?

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