Gabriel Avilés, Al trasluz del espejo, México, 2010, Editorial Guía, 54 pp.
No es fácil aproximarse a un libro como Al trasluz del espejo, de Gabriel Avilés (Yucatán, 1974). El autor, con por lo menos menos media docena de libros de poesía publicados, parece reconocer explícitamente en el volumen que recién ha vivido su espiritual "camino de Damasco" y que nada, desde su constitución votivo-intelectiva, volverá a ser lo mismo para un espíritu como él, poseído por los demonios de la lengua y las deidades de la imaginación. No es fácil acercarse a unos textos como los que el libro de Avilés contiene porque, si bien buena parte de los poemas incluidos en el libro acaban por ser poemas en pleno, es un hecho que lo consiguen siguiendo al mismo tiempo una radicalización del discurso poético, enraizado -qué duda cabe- en una postura religiosa-moral respetable, pero por demás discutible.
En otro sentido, Al trasluz del espejo es un pequeño libro que debe mucho, tal vez sin saberlo, a esa vena mística y religiosa que recorre un trecho fascinante de la poesía hispánica y cuyos más altos exponentes son, sin duda alguna, eminentísimos poetas místicos como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. El tema central de Avilés en este volumen se corresponde, por sus intenciones, con esa veta de la poética ascética y antisecularizante que ve en la pérdida de los valores cristianos el origen de los males de nuestro tiempo, así como la fuente inocultable de tanta soledad no redimida. Siendo cristiano, asumiéndose como tal y proclamándolo en versos que no tienen ningún empacho en atestiguar caídas y ascensiones, Gabriel Avilés traza en Al trasluz del espejo los derroteros de un alma dispuesta a revelar fisuras, abismos con los que sólo el arrepentimiento permite congraciarse. Así se entiende en la primera parte del poemario -la de la caída y el silencio en medio de la noche de Dios- la queja del poeta:
Al trasluz del espejo respiro fetidez,
consumo mi hombría, el mutismo me dispara a quemarropa
...
Entre sombras veo las grietas de mis labios
en completa sequedad no pronuncian rezo alguno.
Traspasada la noche del alma, de la que la primera parte del libro da cuenta, una segunda estancia ofrece los primeros indicios de la luz. El poeta no vacila en consignar aquí sus filiaciones y, en más de un momento, las señales del credo al que la cegadora llama de la revelación acaba por arrojarlo.
Antes lloraba sobre los musgos de una piedra
literalmente visceral y desolada. En sus resquicios
vertía favilas y enajenación.
...
La compasión se refugia entre mis labios y en esta madrugada
te reitero en las rendijas del universo
mientras me sumerjo en oración.
Es claro, en la tercera y última parte del libro, que los poemas hablan allí de cierta liberación, de un cierto asomo a las "rendijas" de ese universo sagrado al que el poeta accede desde su desamparo y su dolor. Superadas las ventanas de la duda y el extravío, el poeta es un converso que predica con versos raudos, plagados tantas veces de imágenes sombrías. Sólo así puede entenderse el poema final, escrito seguramente con la furia del que busca una luminosidad que lo traspase por entero.
Gabriel, viajaste por el océano de los instintos, pero,
volviste a mi lado, y como todo Padre
te cuido las heridas alcanzadas por precipicios,
ahora duermes y veo en tu rostro mi luz, sé,
el desencanto del mundo...
¿Sirve la poesía para expresar la redención que desde un credo se vislumbra? En Al trasluz del espejo Gabriel Avilés grita a los cuatro vientos que la poesía no sólo redime; también es un instrumento "misionero" que debe compartirse, celebrarse con aquellos que, ajenos a los banquetes de la contemplación, despotrican desde un mundo indiferente y secularizado. Allí el riesgo de un libro con evidentes altibajos, pero valiente desde su concepción decididamente cristiana. Allí el arrojo de Gabriel Avilés, que cree que la poesía también es una puerta para aquellos que buscan indicios tras los tercos cerrojos del espíritu.
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