El viaje a Valle de Bravo. La pérdida del primero de los vuelos a la desorbitada Ciudad de México y la llegada, con retraso, al laberíntico aeropuerto. El trayecto surcado de edificios, de autos y de gente en el impersonal desfile que distingue a la megalópolis. La visión de una hilera infinita de pinos, la moderna autopista y ese adentrarse a un mundo serenamente ajeno. El frío que arrecia con el ascenso al complejo turístico y el uso indispensable de ropa abrigadora. La festiva conversación entre mis compañeros de viaje y la bienvenida -cálida, eficiente- de los organizadores. Los días que transcurren, acaso imperceptibles, a orillas del sonido que despide la cascada. La brisa. El despeñarse del agua, allá en lo hondo del río. Por las noches, el frío cala a tal grado que es imposible caminar descalzo y no irse a la cama con los pies envueltos y con más de un edredón de por medio. Apenas al día siguiente del arribo, el paseo por el pueblo. Las callejuelas empedradas, la iglesia de San Francisco de Asís y los atardeceres descendiendo hacia el valle luego de dominar el horizonte. Y en medio de todo ello, el lago. Su majestuoso tránsito de más de veintiún kilómetros por entre montañas, bajo nubes serpenteantes por las que es posible encontrar algún paracaidista fundiéndose con el infinito. El lago que los fines de semana se llena de turistas, de paseantes que lanzan su pequeño velero o su lujoso yate a las aventuras del agua. Entonces el regreso. La breve e inmortal fotografía como constancia de una fugacidad apenas compartida, y la alegría. La alegría que, secretamente, deja un poco de mí en este sitio y que también, extrañamente, a partir de ahora, más que nunca, me acompaña.
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