Cinco días ya del año nuevo que ha llegado entre fiestas, previsibles expresiones de buena voluntad y alborozos. Es muy fácil pensar que la vida puede reinventarse con un simple cambio de fechas, con un solo "comienza a partir de ahora la parte que me falta de futuro", pero un enorme trecho separa a la realidad de las quimeras, a las ilusiones enquistadas de los cotidianos sinsabores. Y el festejo. Y el estruendo. El no saber del túnel que al final asoma su estrechísima luz de cara, talvez, a un precipicio. ¿A qué damos la bienvenida con cada año que empieza? ¿A qué secreta condición le hacemos un guiño? Por las calles, los residuos de una alegría que explotó y se evaporó con las primeras horas de esta segunda década recién nacida, con la vuelta al viejo mundo y a los viejos hábitos, a las mismas caras y a los mismos caminos. En la ciudad semidesierta, otra vez su fiero impulso de hembra paridora, de domesticadora de destinos y de apacentadora de furibundas noches con estrellas, llenas de alcohol y de sonrisas acaso fabricadas en demasía. "Feliz año nuevo", le digo todo el mundo, pero una gran pared me separa del vecino, a quien no he visto desde hace siglos. Brindo por la felicidad de quienes brindan conmigo, pero cierro la puerta a aquel que no conozco, al que puede podrirse allí donde mi mirada, sencillamente, lo oculta. Con todo, el año que se inicia trae consigo la esperanza. La idea de que es posible rehacer desde el silencio las ventanas que nuestra soledad tapió con desvergüenza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario