El regreso
El regreso
Regresar:
–¿A dónde?
Si lo que necesito está en el vertedero de alegrías oculto en un café
que no acaba de adoptar su amargura funeraria.
En el portazo que sucede al
“¡y no vuelvas jamás mientras te quede una brizna de vergüenza en los zapatos!”
y en el eufórico resoplar de unas palabras,
apenas pronunciadas porque algo hay que decir antes del ventarrón de la melancolía.
¿Regresar?
Si donde la llovizna marca un rumbo la ventisca consigue borronear los restos
de las formas de ganarse la vida y el pellejo,
si el tiempo del regreso a lo que alguna vez fueron los días se termina,
como igual se terminan los pequeños espacios que el amor ha dispuesto en el abismo.
¿Regresar a donde el derrumbarse se presiente de modo semejante a ese temblor
que nada dice, si acaso, que el silencio cobra alas para hablar de su vuelo
como hablan de los aires las aves primerizas?
No regresar jamás es la consigna.
Y quemar esas naves que esperan atracadas a las playas silentes de la luz
como rémoras prendidas a una barca.
Quedarse aquí,
en el sitio que evoca un paraíso de hojas temblorosas,
de vírgenes que paren el engendro de voces impostoras.
Observar que la noche se distiende en el manto de añil de su agonía.
Silenciarse,
perseguir el instante que se pierde en el instante mismo de su voz bienhechora,
y de su muerte.
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