miércoles, 9 de febrero de 2011

Diario peligroso. Día 16.



Palenque. Sus legendarias ruinas mayas. Es día de asueto con motivo de la promulgación de la Carta Magna en México. Mi mujer y yo nos adentramos en la selva como nunca lo habíamos hecho y pernoctamos en una de las cabañas rentadas, en su mayoría, por extranjeros. A nuestro alrededor el gruñido del mono saraguato se expande desde las copas de los árboles hacia cientos de metros como un sonido extraño, martilleante y poderoso. Todo es misterio aquí. La selva con su verde impenetrable. La cascada y su fluir indetenible, enclavada en algún sitio rodeado de follajes. Por la noche, la música de reggae, el ir y venir de los rastafaris provenientes -se diría- de todo el mundo nos invitan a salir de nuestro encierro, pensado, ingenuamente, para el descanso. Un grupo argentino de rock anima hasta pasada la media noche la velada y no es raro encontrar allí, lo mismo a un alemán que a un español, a un gringo que a un danés o un italiano. Entre tanta asistencia, entre tanta abigarrada muchedumbre, la sensación de habitar un mundo que pesa demasiado para nosotros. Volvemos entonces a nuestra cabaña-morada como aquellos que buscan un sitio primigenio, a salvo de miradas, del alcohol que corre por entre sonrisas y de la marihuana que, a ratos, asoma su color indescifrable, su furtiva esencia de cosa compartible. De la cabaña, en donde un simple muro nos divídía de nuestros vecinos americanos, de sus conversaciones a media luz, salimos al día siguiente con mayores ánimos. La vuelta a Villahermosa, después del desayuno en el centro del pueblo (ahora más grande) que en realidad sigue siendo Palenque. La promesa en el aire de volver a un lugar que -cierto: aun y por momentos- de algún modo nos pertenece.

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