En alguna otra parte escribí que un buen tramo de la obra de Mario De Lille (México, D.F., 1936) me parece más una vindicación del “desparpajo” que una búsqueda por encontrar la expresión feliz, el afortunado entramado de ideas o el hallazgo advenedizo que supone casi toda construcción poética. Y cuando hablo de desparpajo en literatura me veo obligado a aclarar que como tal entiendo la cualidad que tiene una obra para presentarse a sí misma frente a los lectores con desvergüenza, provocadora ironía e irreverente libertad expositiva.
Una “estética del desparpajo” quizá tenga que ver más con una cierta actitud cínica frente a la realidad con la que dialoga que con un compromiso por reproducir esa realidad, tal y como ésta suele ser asumida. De otro lado, la noción que aquí se confiere al hecho de construir personajes, situaciones y argumentos desde perspectivas eminentemente lúdicas y desinhibidas invita a traer a colación diferentes aproximaciones al tema de la rebeldía encubierta tras la fachada de una literatura poco preocupada por las convenciones temáticas y estilísticas.
En México, ya el filósofo Jorge Portilla (1919-1963) se encargó de consignar en su espléndido libro Fenomenología del relajo (1966) la naturaleza compleja del aparente nihilismo de una sociedad como la nuestra, tan dada al autoescarnio y a la befa. El relajo -escribió Portilla- es ante todo una “burla colectiva”. En tanto acto desplegado en comunidad, el relajo es un “comportamiento” y una “acción” cuyo propósito es “suspender la seriedad” debida a ciertos valores establecidos. Por el relajo, la comunidad se solidariza en su gesto de desacato a un valor tenido como tal y al constituirse en parte indisoluble de los vínculos entre individuos, pasa a ser de ese modo un elemento de identificación comunitaria. Si, para Portilla, México es un país habitado mayoritariamente por “relajientos”, la nuestra es en consecuencia una nación poco afecta a la observancia de valores y formalismos.
En esa línea del “relajo”, bajo ese sustento filosófico que permite reconocer el sustrato teórico-literario que precede a una buena porción de la obra escrita hasta ahora por Mario De Lille, puede uno perpetrar la lectura de Solamente yo quedo, la primera novela de su autor. Ganadora en su momento del premio nacional Justo Sierra O’Reilly, la novela resultó ser, con su publicación en 1987, un ejercicio osado -en su construcción desparpajada- de deconstrucción textual. La historia, paradigmática de casi todas las novelas de corte rural publicadas en el ámbito hispanoamericano -piénsese en obras como las escritas por Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y Juan Carlos Onettti, o por mexicanos como Juan Rulfo y Agustín Yáñez- tiene como escenarios tres pueblos imaginarios: Oxupulli el Viejo, El Agua y Canteras, lugares en donde todos los habitantes parecen haber desaparecido. O más bien: parecen haberse muerto, al igual que Jaimias, el personaje de la voz en primera persona que narra cierto tramo de la historia. A esta voz se suma la de un coro de voces correspondientes a otros tantos puntos de vista: el de Nicolás, hijo de Jaimias, que ha regresado al Oxopulli después de cuarenta años de ausencia para atestiguar la muerte del padre Lucas, amigo de la familia Más; el de Gameta, la madre de Jaimias; el de los cuatro hijos de Justino Totoma, llamados como los evangelistas bíblicos, y un conjunto de visiones y de tonos entreverados que acaban por conferir a la novela un aire polifónico y fragmentario.
En ese avanzar sinuoso de la trama, en medio de la complejidad que para el lector promedio supone el trancurrir de historias contadas de boca de personajes que no pueden a primera vista identificarse (debido a su multiplicidad), Solamente yo quedo es una apuesta retadora por llevar el humor, la ironía, el habla coloquial y el relajo propiamente dicho a grados intolerables para quien no confiere a la novela sino el solo atributo de contar historias bien contadas. De modo que, con todo y su uso de técnicas narrativas propias de esa novela experimental que a partir de mediados del siglo XX ascendería al firmamento literario como resultado de la irrupción de los grandes novelistas norteamericanos y europeos y de la aparición de la llamada “nueva novela hispanoamericana”, la primera obra publicada de Mario De Lille constituyó, desde su aparición, un acontecimiento inédito para la narrativa tabasqueña. Lo fue porque, por primera vez en nuestra literatura, el argumento cedía de manera radical su importancia a la estructura; porque el orden cronológico desapareció para dar paso a la fragmentación de lo narrado y porque el monólogo interior habría de suplantar tajantemente a un narrador omnisciente, cada vez más personificado.
Cuando, con el transcurrir de la materia narrada, uno se entera del drama que acompaña a generaciones completas de los pueblos infernales que De Lille se ha inventado en esta obra (y que recuerdan la fatal predestinación de la progenie de los Buendía, en Cien años de soledad); cuando las constantes digresiones del texto obligan a volver sobre lo leído para dotarlo de un sentido provisional; cuando, finalmente, hay que sortear el desafío de los distintos registros lingüísticos de la novela y de su menoscabo de las estructuras sintácticas, todavía es posible cerrar el libro y arrojarlo por una ventana. Acaso ésa sea una salida decente para quien no soporte el barullo estruendoso del relajo. Acaso también sea ésa una forma elegante de perderse una porción de vida que, al final, ¿no es otra cosa que un relajo?
Me parece un texto adecuado para llamar la atención de los lectores hacia una obra, pues no puede haber mejor homenaje que el ser leído, a pesar o gracias a las dificultades que planteas.
ResponderEliminarSobre advertencia no hay engaño, y que cada quien se forme su propio criterio luego de vivir la experiencia lectora.
Es uno más de mis pendientes.