sábado, 16 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 31.


Hay fiesta en mi pueblo. Cientos y cientos de personas acuden al festejo como en una procesión atávica, inevitable. En el atrio de la iglesia los hombres y las mujeres que han hecho de la celebración una verbena vistosa, multicolor, plagada de música y de ruidos. Todo se vale aquí, con tal de agradar a la imagen que nuestra religiosidad ha entronizado, desde hace décadas, como matrona indiscutible. Se baila, se canta, se ríe, se vende y se compra en medio de una bullaranga por momentos exasperante. Hay un desorden también. En realidad el desorden nos pertenece por lo que somos y por lo que hacemos con aquello que hemos heredado. En ese sentido, el ruido es nuestro, tanto como la voluntad de preservarlo. Nuestra es también la fiesta: nos complacemos con ella por su apariencia de alegría indetenible, de perenne embriaguez que nada sabe de noches que terminan ni de amaneceres que irrumpen con su calidez de cosa nueva, de arrullo nuevo dejando atrás un paisaje insomne. Si la fiesta es energía, la gente de mi pueblo parece tener en alguna parte un dínamo extraviado. La verdad es que el pueblo -casi toda su gente- poco conoce de bridas, así que la fiesta puede seguirse y seguirse hasta volverse presunción y derroche. Por algo la buena -y la mala- fama que la tierra donde nací se ha ganado. Por algo mi aturdimiento y mi confusión, mi rechazo y mi amor unidos en una mezcla imposible y asfixiante.

sábado, 9 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 28.



¿Cómo escribir sobre el dolor que se ha alojado hoy en mi pecho? Facundo Cabral ha muerto en Guatemala, asesinado a tiros como el criminal o el ladrón, el terrorista o el delincuente que nunca tuvo -ni tendría- sitio en sus canciones. Ha muerto a manos de la insania que habita en el corazón del hombre, de ese hombre en el que siempre confió, pese a la podredumbre que lo constituye. Alguna vez, pude estrechar la mano del maestro. Su concierto en el teatro Esperanza Iris había sido para mí una especie de bautismo y saludarlo, decirle brevemente lo mucho que lo admiraba, significa todavía, a varios años de aquel recital en Villahermosa, uno de mis más afortunados recuerdos. El maestro Cabral decía que "sólo aquel que hubiera vivido tendría el derecho a morir". Seguro estoy de que el gran trovador de la Argentina murió cuando su vida rebosaba de bríos y plenitudes. Descansa en paz, cantor, tú que ya te habías ganado el derecho a tu descanso, a tu inmortal morada en el cielo de los justos.

jueves, 7 de julio de 2011

Diario peligroso. Día 27.




Nunca antes había entrado a un penal. Hoy, por cosas del trabajo, me fue dado ingresar al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso), recién inaugurado en Huimanguillo. En ese lugar todo es mundo sospechoso y, para demostrar su presunta inocencia, uno tiene que atravesar por las molestas revisiones de los puestos de control y acceso. Hombres y mujeres, casi todos ellos policías federales, con rostros de piedra interrogan al que llega por las razones de su visita y es posible sentir en el compás de espera que precede al ingreso el peso del miedo, de la bajeza que es capaz de cualquier cosa, incluso la de perpetrar un asalto a la inmensa fortaleza o una fuga planeada con escrupulosa relojería. Si no fuera por el miedo, ninguna autoridad se preocuparía por rastrear los antecedentes penales de quienes llegamos por cumplir con nuestro papel de proveedores o los de aquellos que llegan al penal en busca de un empleo. El crimen en México es una industria que derrama millones y no hay duda de que la cárcel de alta seguridad recién abierta en ese pobre municipio de Tabasco es una bendición para muchos que buscan una forma de ganarse la vida. Ya dentro del penal, la sensación de aislamiento se apodera del visitante que ve cuando se interna cómo la vida, tal y como la conoce allá afuera, se desmorona. Aquí lo único que cuentan son las reglas: hay una que establece por dónde hay que avanzar y cuándo hay que detenerse, y otra que dicta cómo hay que vestirse para llegar adentro; una que impone condiciones para comunicarse  y otra que manda que, en caso de fuga de reos, no hay quien se salve de quedarse allí en calidad de detenido. Con todo, cuesta trabajo creer que tras esas paredes enormes, inexpugnables en su mole de concreto, se escondan las figuras de algunos de los criminales más peligrosos del país. Los periódicos dicen que la primera cuerda de reos llegó hace varios meses desde Perote, Veracruz, y que cuando eso ocurrió un destacamento completo de infantería y policías federales custodiaron su conducción hacia la nueva cárcel. Yo, por mi parte, no alcanzo a ver a ningún violador, secuestrador, asesino o narcotraficante desde la garita que antecede a la última zona de revisión, y es entonces cuando me entero de que la runfla de criminales que habita en el penal ha sido castigada debido a un conato de fuga. "Por uno pagan todos, amigo", me dice en tono áspero un hombre que, como yo, espera desde hace largo rato en la garita. "Un pelao se escapó hace como un mes y ahora que lo agarraron ninguno de esos compas puede siquiera asomarse al patio". El castigo de uno es, así, el castigo de todos y apenas si puedo imaginar lo que esos casi 700 convictos habrán de vivir encerrados allí como animales. Cuando, por fin, recorro en sentido inverso el camino que me llevó a internarme en esa enorme selva de concreto, alambrados y puestos de seguridad, no puedo sino sentir una sensación de desahogo. Me son devueltos mi nombre y mis pertenencias -allí dentro es imposible llamarse de algún modo- en la entrada que funciona también como salida y otra vez vuelvo a la calle como aquel que recobra su libertad temporalmente arrebatada. De vuelta a Villahermosa una especie de chispazo en la nuca me obliga a preguntarme: ¿en qué momento el miedo se apoderó de nosotros al punto de tener que construir esas infames moles hechas para el confinamiento de hombres convertidos, por obra y gracia del delito, en bestias?


miércoles, 6 de julio de 2011