lunes, 28 de mayo de 2012

La lectura de los signos en la poesía de José Carlos Becerra: Nostalgia de la unidad natural, de Ignacio Ruiz-Pérez.

Ignacio Ruiz-Pérez, Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra, Instituto Mexiquense de Cultura, México, 2011, 161 pp.

Es útil para una obra literaria que ha logrado constituirse como referente ineludible dentro del contexto de una tradición escritural determinada recibir de la crítica audaces miradas y sorpresivos encuadres teórico-metodológicos. Es sano para la crítica aventurar aproximaciones que trasciendan la mera disección impresionista con el fin de proponer modos alternos de asumir y comprender la obra propiamente dicha en su compleja arquitectura. La poesía de José Carlos Becerra (Villahermosa, 1936-1970) representa desde hace décadas para la moderna literatura mexicana una cima no del todo inexplorada, de manera que cualquier acercamiento riguroso a sus linderos y sus escarpados accesos resultará siempre un ejercicio provechoso.

En Nostalgia de la unidad natural, Ignacio Ruiz-Pérez (Tuxtla Gutiérrez, 1976) se propone examinar la obra poética del tabasqueño bajo una óptica que trasciende a las "primerísimas aproximaciones" de casi todo lo escrito hasta ahora en torno a Becerra (incluidas, entre ellas, las lecturas de Paz, Zaid, José Joaquín Blanco y Álvaro Ruiz Abreu), recurriendo fundamentalmente, en su propósito, a herramientas de análisis atribuibles a la semántica lingüística. Para Ruiz-Pérez, lo que importa a la hora de hablar del autor de Relación de los hechos (1964) es el sistema de signos que sostiene a cada una de las etapas identificables en su poesía, y para ello se detiene reposadamente en lo que ha denominado "unidades creativas", distinguibles a partir de determinadas preocupaciones autorales y registros lingüísticos.

El ensayo abunda, así, en lo que, según el autor, era la fascinación de Becerra por "la sorpresa adánica, votiva y genésica del sujeto frente a los poderes imaginíficos...de la naturaleza: mar, árboles, animales, cielos, lluvias y antiguos dioses...", así como por "...el conflicto del sujeto cuando dejaba atrás la naturaleza edénica y exuberante para enfrentarse a la modernidad, sus mitos...y sus demoledores aparatos de consumo." Lo que sigue a esta tesis, esbozada en las primeras páginas del volumen, es su demostración correspondiente a lo largo del libro. Para ello, Ruiz-Pérez distingue entre dos grandes momentos de una poesía que parece oscilar entre "la plenitud" y "la pérdida", entre la celebración de esa "unidad natural" -que hace su aparición, a decir del ensayista, en Los muelles, Oscura palabra y Relación de los hechos- y la constatación de esa modernidad aplastante que se despliega en La Venta, Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas. 

En una primera instancia, Becerra es el poseedor de un discurso poético capaz de nombrar el mundo natural y de hacerlo uno con el cuerpo humano en su dimensión erótica, y en otro instante es la voz que atestigua la disolución de esa unidad cuerpo-materia, disolución que lamentará de modo irremediable de entonces en adelante. La noción de nostalgia, en los términos de la tesis del libro, atiende, pues, al dolor por esa pérdida infranqueable. A partir de ella, el poema discurrirá sobre la posibilidad del retorno de ese tiempo mítico en el que la palabra creaba al mundo y era éste una continuidad del cuerpo, visto desde las potencias creacionistas del poeta.

Es la misma imposibilidad del retorno la que, bajo la óptica de Ruiz-Pérez, permite la comprensión de la segunda "unidad creativa" en la obra del poeta muerto en Brindisi. Perdido el reino donde la imaginación campeaba al punto de igualar naturaleza y alma del hablante lírico, sólo queda dar cuenta de aquella gradual e inexorable descomposición. Entonces aparece la distancia crítica en el poema, aparece la ironía y aparece el conflicto inevitable en el traer a cuento la realidad. Son los poemas de Becerra que cantan -en la mirada de Ruiz-Pérez- al desengaño que produce el acto mismo de nombrar, a la soledad que sigue al amor y a lo absurdo del lenguaje, escindido para siempre del objeto que lo origina. A este segundo gran conjunto corresponden los versos que sitúan a la voz del poema frente a la urbe ("Betania", "Apariciones"), ante la muerte ("El ahogado", "Oscura palabra") y de cara a la avasalladora exposición de los llamados mass media en el imaginario colectivo ("Batman", "Ragtime", "El halcón maltés").

No es, con semejante concentración e intensidad analítica, menor la tarea que Ignacio Ruiz-Pérez ha echado a andar para explicar -y explicarse- un fenómeno literario como el de la poética de José Carlos Becerra. El escudriñamiento de sus signos, la deconstrucción de sus estructuras semánticas y el rigor con que sitúa a la obra del tabasqueño en el contexto de la poesía mexicana contemporánea son ejercicios inéditos hasta ahora entre nuestra crítica, ejercicios que no pueden menos que agradecerse en el imperio ominosamente sórdido de los lugares comunes.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Solamente yo quedo, de Mario De Lille, a propósito de cierto homenaje

Mario De Lille, Solamente yo quedo, Instituto de Cultura de Yucatán, México, 1986, 144 pp.

En alguna otra parte escribí que un buen tramo de la obra de Mario De Lille (México, D.F., 1936) me parece más una vindicación del “desparpajo” que una búsqueda por encontrar la expresión feliz, el afortunado entramado de ideas o el hallazgo advenedizo que supone casi toda construcción poética. Y cuando hablo de desparpajo en literatura me veo obligado a aclarar que como tal entiendo la cualidad que tiene una obra para presentarse a sí misma frente a los lectores con desvergüenza, provocadora ironía e irreverente libertad expositiva.

Una “estética del desparpajo” quizá tenga que ver más con una cierta actitud cínica frente a la realidad con la que dialoga que con un compromiso por reproducir esa realidad, tal y como ésta suele ser asumida. De otro lado, la noción que aquí se confiere al hecho de construir personajes, situaciones y argumentos desde perspectivas eminentemente lúdicas y desinhibidas invita a traer a colación diferentes aproximaciones al tema de la rebeldía encubierta tras la fachada de una literatura poco preocupada por las convenciones temáticas y estilísticas.

En México, ya el filósofo Jorge Portilla (1919-1963) se encargó de consignar en su espléndido libro Fenomenología del relajo (1966) la naturaleza compleja del aparente nihilismo de una sociedad como la nuestra, tan dada al autoescarnio y a la befa. El relajo -escribió Portilla- es ante todo una “burla colectiva”. En tanto acto desplegado en comunidad, el relajo es un “comportamiento” y una “acción” cuyo propósito es “suspender la seriedad” debida a ciertos valores establecidos. Por el relajo, la comunidad se solidariza en su gesto de desacato a un valor tenido como tal y al constituirse en parte indisoluble de los vínculos entre individuos, pasa a ser de ese modo un elemento de identificación comunitaria. Si, para Portilla, México es un país habitado mayoritariamente por “relajientos”, la nuestra es en consecuencia una nación poco afecta a la observancia de valores y formalismos.

En esa línea del “relajo”, bajo ese sustento filosófico que permite reconocer el sustrato teórico-literario que precede a una buena porción de la obra escrita hasta ahora por Mario De Lille, puede uno perpetrar la lectura de Solamente yo quedo, la primera novela de su autor. Ganadora en su momento del premio nacional Justo Sierra O’Reilly, la novela resultó ser, con su publicación en 1987, un ejercicio osado -en su construcción desparpajada- de deconstrucción textual. La historia, paradigmática de casi todas las novelas de corte rural publicadas en el ámbito hispanoamericano -piénsese en obras como las escritas por Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y Juan Carlos Onettti, o por mexicanos como Juan Rulfo y Agustín Yáñez- tiene como escenarios tres pueblos imaginarios: Oxupulli el Viejo, El Agua y Canteras, lugares en donde todos los habitantes parecen haber desaparecido. O más bien: parecen haberse muerto, al igual que Jaimias, el personaje de la voz en primera persona que narra cierto tramo de la historia. A esta voz se suma la de un coro de voces correspondientes a otros tantos puntos de vista: el de Nicolás, hijo de Jaimias, que ha regresado al Oxopulli después de cuarenta años de ausencia para atestiguar la muerte del padre Lucas, amigo de la familia Más; el de Gameta, la madre de Jaimias; el de los cuatro hijos de Justino Totoma, llamados como los evangelistas bíblicos, y un conjunto de visiones y de tonos entreverados que acaban por conferir a la novela un aire polifónico y fragmentario.

En ese avanzar sinuoso de la trama, en medio de la complejidad que para el lector promedio supone el trancurrir de historias contadas de boca de personajes que no pueden a primera vista identificarse (debido a su multiplicidad), Solamente yo quedo es una apuesta retadora por llevar el humor, la ironía, el habla coloquial y el relajo propiamente dicho a grados intolerables para quien no confiere a la novela sino el solo atributo de contar historias bien contadas. De modo que, con todo y su uso de técnicas narrativas propias de esa novela experimental que a partir de mediados del siglo XX ascendería al firmamento literario como resultado de la irrupción de los grandes novelistas norteamericanos y europeos y de la aparición de la llamada “nueva novela hispanoamericana”, la primera obra publicada de Mario De Lille constituyó, desde su aparición, un acontecimiento inédito para la narrativa tabasqueña. Lo fue porque, por primera vez en nuestra literatura, el argumento cedía de manera radical su importancia a la estructura; porque el orden cronológico desapareció para dar paso a la fragmentación de lo narrado y porque el monólogo interior habría de suplantar tajantemente a un narrador omnisciente, cada vez más personificado.

Cuando, con el transcurrir de la materia narrada, uno se entera del drama que acompaña a generaciones completas de los pueblos infernales que De Lille se ha inventado en esta obra (y que recuerdan la fatal predestinación de la progenie de los Buendía, en Cien años de soledad); cuando las constantes digresiones del texto obligan a volver sobre lo leído para dotarlo de un sentido provisional; cuando, finalmente, hay que sortear el desafío de los distintos registros lingüísticos de la novela y de su menoscabo de las estructuras sintácticas, todavía es posible cerrar el libro y arrojarlo por una ventana. Acaso ésa sea una salida decente para quien no soporte el barullo estruendoso del relajo. Acaso también sea ésa una forma elegante de perderse una porción de vida que, al final, ¿no es otra cosa que un relajo?