viernes, 22 de abril de 2011

Diario peligroso. Día 21.



Estoy solo en el pueblo. Mi mujer se ha ido a casa de sus padres, pues aprovecha los días de asueto con motivo de la Semana Santa. Al pueblo, de repente, lo asaltan las ganas de vaciarse, de quedarse sin gente y sacudirse la secreta modorra que a veces a todos -incluso a este pueblo de Dios- asalta. No es raro encontrar en la televisión, en las noticias de los diarios, las cifras de vacacionistas, de estudiantes y emigrantes que saturan las carreteras con rumbo a lo previsible. Lo raro es que yo siga aquí, sin salir a ningún lado y sintiendo cómo pasan las horas sin que poco pueda hacer al respecto. Decido ir, entonces, con mis padres a los oficios religiosos que se celebran este día. La gente del pueblo satura, casi en su totalidad, el remedo de templo con el que, por ahora, tiene que conformarse y es difícil no pensar en que las cosas y los acontecimientos se repiten cada año como una procesión inevitable. Cuando la corta marcha con que el culto termina, la masa de adoradores de lo inefable en que nos hemos convertido se disuelve; forma grupos que rompen el silencio atropellado de la noche. Yo me escabullo de entre todos ellos como un desconocido impenitente. De vuelta a casa me parece escuchar, oculto en el follaje de los árboles, el murmullo de una breve plegaria pronunciada por el viento.

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