Mi abuela se llama Bernarda. Tiene ochenta y seis años, pues nació en el ya lejano 1925. Hoy platiqué con ella. La encontré de visita en la casa de mis padres -cosa un poco rara, tomando en cuenta su gusto insobornable por ese sosegado retiro que le proporciona su casa- y me senté a su lado para escuchar sus historias, aquellas que repite encantada cuando encuentra unos oídos dispuestos a aguzarse bajo el encanto animoso de su charla. Mi abuela habla del ayer como de un presente que se resistiera a irse. Habla del abuelo, de su matrimonio con el joven jornalero aquel que la enamorara cuando no cumplía aún los veinte y con el que luego compartiera cincuenta y ocho largos años de su vida. Mi abuela habla de sus hijos. De sus ocho retoños convertidos ahora en árboles otoñales y de su variopinta descendencia.
La vieja saca cuentas y, orgullosa, comparte que de 1945 -el año en que terminó la segunda gran guerra, el año de su unión con el abuelo- a esta parte, más de treinta bisnietos adornan su vergel florido. De la guerra, me dice, se enteró porque unos pocos en el pueblo poseían aquellos inolvidables radio transistores de bulbos modelo 1936, marca RCA Víctor. "Oigan, la guerra", escuchaba que decía el dueño de uno de esos aparatejos, convertidos hoy en verdaderos lujos para coleccionistas. Nunca llegó a enterarse que al otro lado del océano la gran conflagración se terminaba del modo más cruento y que el mundo, su mundo, comenzaría a partir de entonces a trastocarse.
La pobreza de la que la abuela habla en sus pláticas interminables, en su traer a cuento su hermosa vida de muchacha provinciana, era la pobreza serenamente compartida por los desposeídos de antaño. Una pobreza de muchos soportando -como en todos lados, como siempre- la riqueza de unos cuantos. La pobreza de mi abuelo el labriego que, ganando -a punta de machete- un peso con cincuenta después de un día de sol a sol, apenas si podía con la compra de las cosas básicas, con la crianza de su larga prole. De todo habla la abuela que, dispuesta, responde a mis preguntas, a mi curiosidad que busca comprender su rostro alegre aun en medio del dolor de sus rodillas, de sus piernas aquejadas por la artritis y de su corazón a veces lento, a veces fatigado por tanta desazón y tanta vida.
"Un día -me cuenta- don Tomás Garrido vino al pueblo. Vino para la feria que, en ese tiempo, se hacía en el terreno donde ahora vive don C. Alguien de la familia de tu abuelo le dijo que cerca de donde él andaba se moría tu bisabuelo, el finado Lázaro, que por favor mandara a un doctor que lo atendiera. En ese entonces, me acuerdo, con don Tomás andaba el doctor Mayans [José Manuel Mayans Victoria]. Cuando el doctor fue y lo revisó [al moribundo] le dijo a la familia que el enfermo podía vivir un año más si le compraban una medicina que costaba cerca de cien pesos. El doctor salió de la casa pobrecita donde tu abuelo vivía y mi suegro no tardó en morirse. No tuvo la familia de tu abuelo la manera de salvarle la vida a su papá." A la vieja querida se le entrecorta un poco la voz cuando recuerda la pobreza en la que vivió su infancia y casi toda su juventud. Yo la escucho en silencio convencido de que el bienestar del que hoy gozamos sus hijos y sus nietos descansa, en mucho, sobre los hombros maltratados de su generación.
Es tarde ya cuando la llevo de regreso a su casa y me despido de ella cargado de pequeños obsequios -un disco con música que le agrada y que ahora me comparte, varias paletas de sabores y alguno que otro dulce elaborado por sus incansables manos. "La última sobreviviente de mis lejanos ancestros está más viva que nunca -me digo-, más viva que la tristeza de estas calles ruidosas, más viva que las tardes de este pueblo sin redención."
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