viernes, 29 de abril de 2011

Recuento de los días y las obras: Retrato a lápiz, de Dionicio Morales



Dionicio Morales, Retrato a lápiz (obra escogida), México, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2010, 415 pp.

De entre la diversidad de propuestas estéticas visibles en la actual poesía tabasqueña, la obra poética de Dionicio Morales (Cunduacán, Tabasco, 1943) ocupa, sin lugar a dudas, desde hace mucho un sitio prominente. Compleja, abigarrada, en no pocos momentos deslumbrante, la poesía de Morales constituye, por una parte, un referente de las letras locales dentro del concierto de la literatura nacional, y es, en sí misma, una de las expresiones más felices de esa poesía mexicana escrita al margen, casi silenciosamente, de los reflectores y la fama. Sin ser un poeta de masas, la obra de Morales se lee y se celebra en un amplio círculo de lectores, conocedores de la fina construcción y la alta labor de relojería que se oculta detrás de su robusta tarea escritural.

Retrato a lápiz (UJAT, 2010), título que recoge con elegancia algunos tramos de su recorrido de varias décadas por los territorios de la literatura, es un libro que suma a la faceta convencionalmente conocida del poeta las otras no menos gozosas del crítico de arte y de teatro, la del periodista cultural y la del cronista-narrador que indaga entre los intersticios de una realidad que -él sabe socarronamente- escurridiza y, a ratos, insolentemente cruel. Del poeta abundante y pródigo en recursos verbales que es Dionicio Morales, del admirador de la figura y la obra pelliceriana que preside en él, desde sus comienzos, la escritura de poemas como asunción de un oficio inexorable, el volumen da cuenta de la evolución de sus posibilidades estilísticas y de las preocupaciones que animaron la creación de determinadas formas y contenidos.

El libro en su primera parte, contiene, pues, fragmentos representativos de poemarios aparecidos en orden cronológico, lo que no deja, por otro lado de agradecerse, dados los giros evidentes que el autor de El alba anticipada (1965) y de Las estaciones rotas (1996) habría de ir incorporando con el tiempo al corpus en expansión de su tarea creadora. De esta primera parte, el equilibrio formal entre sentido y enunciación constituye, acaso, el rasgo más característico de una poesía obsesionada con las imágenes cinceladas con el martilleo constante del ritmo y con la cadencia, casi milimétrica, de las imágenes.

                                                                         En el amor
                                                                         a la hora que sea
                                                                         debemos olvidar
                                                                          todo el ruido del mundo
                                                                          y   devotamente   practicarlo
                                                                          a la manera
                                                                          que cada quien se sepa
                                                                          Porque a esa hora
                                                                          vamos a perpetuarnos

Amorosa, reflexiva, epigramática, cerrada y, a un tiempo, abierta a los usos diversos que del poema han hecho generaciones de poetas posteriores a la suya, la poesía de Dionicio Morales contempla el pasado -que es también presente recobrado- en el que nace la tradición, y avizora el futuro a partir de la historia sucesiva que ese mismo presente desdibuja. Morales escribe sonetos (Danza la bailarina iluminada/ por la lámpara azul del movimiento./ Y su alma, morenía alucinada,/ a la mirada deja sin aliento...) con la misma gracia y naturalidad con la que atestigua una contemporaneidad alucinante, poseída por los arrebatos del tiempo. Así escribe, por ejemplo, sobre la Ciudad de México, el espacio que habita desde hace décadas con una mezcla de amor y desengaño.

                                                                           Amo esta piedra dura
                                                                           herméticamente cerrada
                                                                           esculpida a semejanza suya
                                                                                                                                  suave
                                                                           con su mirada de perro sin dueño
                                                                                                                                          abandonado
                                                                           Amo su sencillez
                                                                                                            su manera de estar
                                                                           como si nada
                                                                           su sitio en la tierra
                                                                           (su manera de ser y estar)
                                                                           ...

En tanto obra escogida, Retrato a lápiz es un libro que incorpora, por otra parte, las aproximaciones críticas de Dionicio Morales a la obra literaria de una constelación de autores a los que, sin duda, lo unen lazos indisolubles de amistad y dilecto regocijo intelectual. Se encuentran allí sus apreciaciones en torno la figura y la obra de su maestro Carlos Pellicer - para lo cual no tiene empacho en incluir el prólogo que escribiera para Era mi corazón piedra de río, antología de la poesía amorosa pelliceriana por él preparada-, así como sus juicios sobre autores fundamentales a la hora de intentar entender la segunda parte del siglo XX mexicano en su literatura. Margarita Michelena, Alí Chumacero, Efraín Huerta, Carmen Alardín, Salvador Elizondo, Abigael Bohorquez y José Carlos Becerra, entre otros, merecen del poeta cunduacanense alusiones muy bien elaboradas sobre cierta porción de su obra poética o narrativa, lo que hace de la labor ensayística de Morales una especie de "observatorio" privilegiado de cierto tramo de la literaria mexicana, imprescindible, pero en mayor o menor medida marginado del "cánon" instituido por autoridades y lectores.

La prosa de Morales hurga en el trasfondo de las obras y autores que recensiona, por lo que logra dimensionar con amplitud y suficiencia atributos que, en el mejor de los casos, bien podrían pasar inadvertidos para el lector ordinario. Semejante actitud del crítico frente a  obras que lo conmueven es evidente en su aproximación a las obras plásticas y al teatro, lo mismo que en su apasionado ejercicio del periodismo cultural. En todos esos terrenos Morales se mueve con la agilidad y la soltura de quien mucho de mundo ha recorrido, de modo que también en esos ámbitos Retrato a lápiz es un muestrario de sus filias, coincidentes en mucho con buena parte de esa producción pictórica, escultórica, dramatúrgica y literaria que ha significado en México una relectura de las artes en general.

Si para hablar de artistas como Diego Rivera, Juan Soriano o José Luis Cuevas, Dionicio Morales echa mano de su habilidad para deconstruir una propuesta visual y emparentarla con su correspondiente vena poética, cuando ejerce de crítico teatral le interesa descorrer el velo de esa "imitación de la vida" que es el teatro para encontrar en él -y en dramaturgos como Sergio Magaña, Hugo Argüelles, Julio Castillo y varios más, cuya obra conoce cabalmente- la impronta de la vida expresada en historias magníficamente escritas y excepcionalmente representadas. El periodista cultural que indaga, por su parte, en la vida de escritores a los que admira y quiere -Gelman, el poeta; Zaid, el insobornable; Bonifaz Nuño, el irascible, por ejemplo- es también el Dionicio Morales que interroga -y se interroga- por el origen y el destino de la creación artística, y por el del, tantas veces incomprensible, derrotero de los artistas.

Retrato a lápiz es, en suma, un libro celebrable que recoge con fortuna algo del largo trecho recorrido por uno de los más grandes escritores tabasqueños vivos. Pulcramente editado por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, el volumen rinde justicia a la profunda amplitud, a la mirada aérea, de un poeta que ha sabido sortear los escollos del tiempo para ofrecernos una muestra" de lo poco que ha realizado en la vida" y, como hoy, y como siempre, entregárnosla con la mirada muy en alto.

Diario peligroso. Día 22.



Al padre L. lo recuerdo con su sonrisa pícara y su mirada adusta, como la de un águila. Lo veo rodeado de gente, ocupado en sus afanes por procurar el reino a su feligresía, siempre flaca. El padre L. no era tabasqueño. Llegó a Tabasco cuando esta tierra precisaba de curas que ayudaran a reanimar una fe languidecida después del arrebato garridista y se quedó viviendo aquí, convencido de que al pastoreo de almas habría de dedicar toda su vida. Lo recuerdo con su sonrisa tímida y con su oficioso modo de asumir el catolicismo. Me parece mirarlo todavía promoviendo un reino prometido, lanzando sus homilías como dardos contra el hombre adormecido por su indolencia intolerable y contra la fanfarronería espiritual, tal vez la más letal de las armas para el suicidio. De él -cosa un poco rara- conservo dos o tres sermones memorables: uno de ellos tiene que ver con el bíblico Noé y con su arca recién descendida del diluvio; otro, creo recordar, hablaba del buen samaritanismo. Con el primero, el padre L. defendía el derecho que tienen nuestros padres de cargar sobre ellos todo el peso de su vida, sus traumas y temores, y de la incompetencia de los hijos para convertirnos en jueces de los fallos de nuestros progenitores. Noé, el jubiloso briago sobreviviente de la catástrofe, el padre avergonzado que desnudo es visto y burlado por casi todos sus hijos, sólo es arropado, de entre ellos, por uno. Y aquí la sentencia del padre: "No es cosa de los hijos exhibir la desnudez de aquellos a quienes se deben; su deber es cubrir la vergüenza de sus faltas, no con el dedo acusador e implacable sino con la amorosa aceptación de su misterio". Del buen samaritano, el buen cura anhelaba aprender su vocación por la misericordia. No aspiraba a la salvación sino de unos pocos, si la entrada de esos pocos al reino de los cielos podía justificar toda su vida. El padre L. murió hace apenas unos días. Aquejado en el tramo final de su existencia por una enfermedad irrecusable, conservó, de ello estoy seguro, la sonrisa hasta lo último. Que descanse en paz el padre misionero que un día me regaló la fragancia de su cercanía. Que los cielos se abran de alborozo por su llegada. Y canten.

viernes, 22 de abril de 2011

Diario peligroso. Día 21.



Estoy solo en el pueblo. Mi mujer se ha ido a casa de sus padres, pues aprovecha los días de asueto con motivo de la Semana Santa. Al pueblo, de repente, lo asaltan las ganas de vaciarse, de quedarse sin gente y sacudirse la secreta modorra que a veces a todos -incluso a este pueblo de Dios- asalta. No es raro encontrar en la televisión, en las noticias de los diarios, las cifras de vacacionistas, de estudiantes y emigrantes que saturan las carreteras con rumbo a lo previsible. Lo raro es que yo siga aquí, sin salir a ningún lado y sintiendo cómo pasan las horas sin que poco pueda hacer al respecto. Decido ir, entonces, con mis padres a los oficios religiosos que se celebran este día. La gente del pueblo satura, casi en su totalidad, el remedo de templo con el que, por ahora, tiene que conformarse y es difícil no pensar en que las cosas y los acontecimientos se repiten cada año como una procesión inevitable. Cuando la corta marcha con que el culto termina, la masa de adoradores de lo inefable en que nos hemos convertido se disuelve; forma grupos que rompen el silencio atropellado de la noche. Yo me escabullo de entre todos ellos como un desconocido impenitente. De vuelta a casa me parece escuchar, oculto en el follaje de los árboles, el murmullo de una breve plegaria pronunciada por el viento.

domingo, 10 de abril de 2011

Diario peligroso. Día 20.



Mi abuela se llama Bernarda. Tiene ochenta y seis años, pues nació en el ya lejano 1925. Hoy platiqué con ella. La encontré de visita en la casa de mis padres -cosa un poco rara, tomando en cuenta su gusto insobornable por ese sosegado retiro que le proporciona su casa- y me senté a su lado para escuchar sus historias, aquellas que repite encantada cuando encuentra unos oídos dispuestos a aguzarse bajo el encanto animoso de su charla. Mi abuela habla del ayer como de un presente que se resistiera a irse. Habla del abuelo, de su matrimonio con el joven jornalero aquel que la enamorara cuando no cumplía aún los veinte y con el que luego compartiera cincuenta y ocho largos años de su vida. Mi abuela habla de sus hijos. De sus ocho retoños convertidos ahora en árboles otoñales y de su variopinta descendencia.

La vieja saca cuentas y, orgullosa, comparte que de 1945 -el año en que terminó la segunda gran guerra, el año de su unión con el abuelo- a esta parte, más de treinta bisnietos adornan su vergel florido. De la guerra, me dice, se enteró porque unos pocos en el pueblo poseían aquellos inolvidables radio transistores de bulbos modelo 1936, marca RCA Víctor. "Oigan, la guerra", escuchaba que decía el dueño de uno de esos aparatejos, convertidos hoy en verdaderos lujos para coleccionistas. Nunca llegó a enterarse que al otro lado del océano la gran conflagración se terminaba del modo más cruento y que el mundo, su mundo, comenzaría a partir de entonces a trastocarse.

La pobreza de la que la abuela habla en sus pláticas interminables, en su traer a cuento su hermosa vida de muchacha provinciana, era la pobreza serenamente compartida por los desposeídos de antaño. Una pobreza de muchos soportando -como en todos lados, como siempre- la riqueza de unos cuantos. La pobreza de mi abuelo el labriego que, ganando -a punta de machete- un peso con cincuenta después de un día de sol a sol, apenas si podía con la compra de las cosas básicas, con la crianza de su larga prole. De todo habla la abuela que, dispuesta, responde a mis preguntas, a mi curiosidad que busca comprender su  rostro alegre aun en medio del dolor de sus rodillas, de sus piernas aquejadas por la artritis y de su corazón a veces lento, a veces fatigado por tanta desazón y tanta vida.

"Un día -me cuenta- don Tomás Garrido vino al pueblo. Vino para la feria que, en ese tiempo, se hacía en el terreno donde ahora vive don C. Alguien de la familia de tu abuelo le dijo que cerca de donde él andaba  se moría tu bisabuelo, el finado Lázaro, que por favor mandara a un doctor que lo atendiera. En ese entonces, me acuerdo, con don Tomás andaba el doctor Mayans [José Manuel Mayans Victoria]. Cuando el doctor fue y lo revisó [al moribundo] le dijo a la familia que el enfermo podía vivir un año más si le compraban una medicina que costaba cerca de cien pesos. El doctor salió de la casa pobrecita donde tu abuelo vivía  y mi suegro no tardó en morirse. No tuvo la familia de tu abuelo la manera de salvarle la vida a su papá." A la vieja querida  se le entrecorta un poco la voz cuando recuerda la pobreza en la que vivió su infancia y casi toda su juventud. Yo la escucho en silencio convencido de que el bienestar del que hoy gozamos sus hijos y sus nietos descansa, en mucho, sobre los hombros maltratados de su generación.

Es tarde ya cuando la llevo de regreso a su casa y me despido de ella cargado de pequeños obsequios -un disco con música que le agrada y que ahora me comparte, varias paletas de sabores y alguno que otro dulce elaborado por sus incansables manos. "La última sobreviviente de mis lejanos ancestros está más viva que nunca -me digo-, más viva que la tristeza de estas calles ruidosas, más viva que las tardes de este pueblo sin redención."

viernes, 8 de abril de 2011

Un poema



Murmullos

¿De qué se queja el viento cuando habla?
Cuando se filtra con su ronquido demudado
por entre las ventanas
y por los viejos rincones de este cuarto?
¿De qué se queja en su avanzar a tientas,
en su monótono aullido y en su lamento fino
de cuerdas de guitarra?
Se quejará de algo,
                                      sí,
de algo, como de un eclipse que se pone
cuando la noche apacienta sus luces de bengala.
Se quejará, talvez, de aquellos ruidos que el silencio
ha logrado fijar en las gargantas.
Y su queja será en la eternidad ese lamento
que confunde su voz con las miradas.
Será ese grito fiel a las estrellas,
La última conquista de una lágrima.