lunes, 24 de mayo de 2010

Ramón Bolívar, los pasos dados y el valor de ser


Ramón Bolívar, Yo soy mis pasos, México, Stammpa Editores, 2010, 55 pp.

Hay mucho de valor en mirar el pasado con una fuerte dosis de reconciliación y esperanza. Se requiere coraje para aceptar, sin mayores aspavientos, la materia que a uno lo constituye. De esto demasiado sabe el poeta Ramón Bolívar que en su más reciente libro, Yo soy mis pasos (Stammpa, 2010) acomete un inesperado y celebrable ajuste de cuentas: aquel que, a juzgar por el contenido, tenía pendiente desde hacía tiempo atrás consigo mismo. "Asumirse y aceptarse no es fácil", se nos advierte en la contraportada, y desde allí es posible suponer que lo que nos espera a los lectores son los restos de una batalla campal librada en lo más hondo de un espíritu a ratos desgarrado por sus propias contradicciones.

Semblanza autobiográfica, anecdotario y tributo poético a la memoria de autores fundacionales en su universo literario, Yo soy mis pasos es también un intento del poeta Ramón Bolívar (Villahermosa, 1953) por aclarar –y aclararse– su extrañeza en medio de un mundo hostil y desdeñoso: “Él se reconoce distinto. –escribe de sí mismo usando la tercera persona– ¿Distinto a quién o a qué?, pregunto...” Y las respuestas no tardan en asomar su rostro ambiguo tan pronto traspasada la primera veintena de páginas.

Ramón Bolívar es distinto –concluyo– entre otras cosas porque la distinción y la extrañeza son propias de su estirpe. Se trata de la distinción que, ya en los inicios del siglo XX, se criticara en una novela como Los cuarenta y uno. Novela crítico social, de Eduardo A. Castrejón. Su extrañeza es la extrañeza perseguida y repudiada a lo largo de décadas de manera particular en un país como México, tan dado desde la óptica del nacionalismo revolucionario a esgrimir su viril condena contra las “desviaciones” que atentan contra la hombría y la Patria.

Homosexual, como se asume en este libro, perteneciente a esa “familia mayor” de la que forman parte el Salvador Novo de los sonetos “prohibidos” (Nos encontramos uno al otro extraño:/ Gordo tú, flaco yo -¡mundo mezquino!), el Carlos Pellicer de Recinto y otras imágenes (Que se cierre esa puerta/que no me deja estar a solas con tus besos…) y casi todos los poetas del grupo Contemporáneos, Ramón Bolívar explora en Yo soy mis pasos otras razones para explicar esa otredad tan suya, no circunscrita en modo alguno a su condición de “mampo”.

El libro, en ese sentido, procura saldar también las deudas que su autor ha contraído con los seres y las circunstancias que han moldeado su personal manera de ser y de vivir en el mundo. La infancia, el entorno familiar, el Tabasco de ayer y ciertos amigos entrañables conviven en estas páginas con alusiones –homenajes minúsculos– a las figuras de Andrés Iduarte, Carlos Pellicer, Luis Cardoza y Aragón y Eliseo Diego, en una especie de vital recuento animado, siempre, por el lenguaje fulgurante de la poesía.

Poeta por principios y por vocación inexorable, Ramón Bolívar parece exorcizar con este nuevo libro los fantasmas de una vida –la suya– que ahora comparte con el arrojo de quien ha decidido mostrar su rostro verdadero. “Éste es el primer paso”, ha escrito el poeta. Corresponde a sus lectores, pretendidamente tan jóvenes como la voz que habla en cada una de sus líneas, recibir este libro con la inquietud del que se sabe nombrado por un caudal incontenible de valor y retacado oficio.

viernes, 14 de mayo de 2010

Diario peligroso. Día cero.



La escritura de un diario es, por definición, un acto peligroso. Lo es por su profunda vocación de confidencia, de registro privado de hechos y porque tras ello subyace una visión oculta, a veces soterrada, de personas y acontecimientos. Escribir un diario es arriesgar una siempre discutible percepción de la realidad. Ejercitarse, por otro lado, en la consigna de vivencias es cosa harto socorrida entre hombres de letras. Diaristas memorables en el inconmensurable universo de la literatura han sido, por ejemplo, Kafka, Gide, Pavese y Grombowicz. En México, la publicación reciente de una parte de los diarios de Salvador Elizondo ha venido a constituir un verdadero acontecimiento, tratándose como se trata, de uno de los escritores más avezados y coherentes de nuestra narrativa.

Hay quienes dicen que el diario -por encima de la novela- es la forma de expresión que, por excelencia, refleja el mundo fragmentado y complejo que nos ha tocado vivir. Hay quienes atribuyen a semejante virtud la proliferación de dietarios, escritos todos ellos para dar cuenta -desde la reflexión moral y el pulso íntimamente humano- de lo abigarrrado del siglo XXI. Verdad o no, la escritura de textos que revelan una postura en primera persona frente a las circunstancias vivenciales parece gozar, hoy por hoy, de una saludable vitalidad potenciada, sin lugar a dudas, por las nuevas formas tecnológicas de expresión en línea.

Diario peligroso no pretende emular lo que los grandes diaristas han logrado con su registro admirable de sucesos. No busca develar "verdades" escondidas sino para quien, con base en su verdad, hurga en los hechos y elabora con ellos buena parte del material del que emergen sus escritos. Diario peligroso es, ante todo, una consigna: la de guardar constancia de ese mar -y esas tinieblas- de vivencias entresacadas que pueblan una vida: la mía.

martes, 4 de mayo de 2010

El recuento que faltaba: Érase una vez un cuento

Acopa, Luis (comp.), Érase una vez un cuento. Compendio general del cuento en Tabasco II, Tabasco, PACMYC-CONACULTA, 2010, 255 pp.

Celebro la aparición de un libro como Érase una vez un cuento, secuela del compendio general que en torno a la producción cuentística en Tabasco inició en 2008 el narrador e historiador Luis Acopa (Villahermosa, 1978). Celebro la amplitud de sus miras que busca extender el recuento de relatos escritos en la entidad, desde las postrimerías del siglo XIX hasta los primeros años de un siglo que recién ajusta su primera década. Si, como afirma el compilador, la escritura de cuentos en un estado comúnmente tildado como tierra de poetas es tan profusa que demuele ese aserto por fallido, bien podríamos esperar los lectores y oficiantes de estas latitudes una saludable vitalidad del género.


Por su parte, Luis Acopa no se mete en líos. Lo suyo es compendiar, traer a cuento la enorme masa de relatos que hacen posible una empresa como la suya, sin que por ello deje de extrañarse en su loable tentativa un cierto esfuerzo por clarificar, por diseccionar –así sea en líneas generales– lo encontrado. Cierto: Acopa esboza, en su introducción a este segundo volumen, un panorama de la cuentística que él ha venido compendiando con rigor; nos entera, así, de tres momentos claramente definidos a lo largo del tiempo –el primero de ellos, parte de finales del siglo XIX y termina en las primeras dos décadas del siglo XX; el tercero culmina el siglo pasado, luego de haber iniciado a finales de los años setenta– para ofrecernos, al final, una síntesis que en, resumidas cuentas, postula que el cuento en Tabasco ha atravesado por tres grandes períodos: clasicismo-romanticismo, costumbrismo-regionalismo y modernismo-posmodernismo. Lo que no alcanza apreciarse, en medio de tan útil diferenciación, es un claro deslinde de autores y de obras, ejercicio indispensable para la elaboración de posteriores aproximaciones críticas y estilísticas a la narrativa tabasqueña.

Aventuro, con base al estimable valor de la tarea compiladora de Luis Acopa, una hipótesis de trabajo sobre el carácter de nuestra producción cuentística: ceñida, como ha estado, al decurso de la producción literaria en Hispanoamérica, la narrativa en Tabasco no ha hecho sino constituirse en reflejo del devenir evolutivo de la literatura en un contexto continental, signado por tendencias y escuelas. Así, el decimonónico Sánchez Mármol no hizo sino plegarse a la ola romántica y moderna que dominó buena parte del siglo XIX; el sociologismo –psicológico, telúrico y urbano– dominante a principios del siglo pasado permea los relatos de autores como Félix Fulgencio Palavicini y de Rafael Domínguez con una fuerza manifiesta, producto de una conciencia delirante por los acontecimientos sociales de una Hispanoamérica en recomposición.

El influjo del vanguardismo –los ismos que en realidad lo constituyeron– es evidente, como en otros países del continente, en los relatos publicados casi de manera exclusiva en revistas y periódicos. La preocupación formal, el “tanteo” y la búsqueda de nuevas formas de expresión son notorios en los trabajos de narradores como Josefina Vicens, Alicia Delaval, Gabriela Gutiérrez de González y Pedro Ocampo Ramírez, autores en los que el realismo –rural imaginativo, urbano y metafísico– adquiere rasgos, hasta cierto punto, asimilados de las vanguardias. Otros narradores como Mario De Lille, José Carlos Becerra, Andrés González Pagés y Fernando Nieto Cadena experimentan de manera particular con esta veta ficcional, nacida de una lectura atenta del vanguardismo europeo entre los escritores latinoamericanos de mediados de siglo.

El segundo tomo del compendio general emprendido por Luis Acopa, permite, por otro lado, avizorar el rumbo seguido por la cuentística tabasqueña durante un buen tramo del siglo pasado, y permite delinear los rasgos de la “eclosión” iniciada, según el compilador, en 1979. En primera instancia, nos encontramos ante un volumen que conjunta autores representativos de ese costumbrismo-regionalismo, propio de inicios de siglo, con autores para los que el lenguaje y el personaje literario –en tanto resorte de la trama y el conflicto– constituyen el eje nodal del relato. Exponentes de la primera corriente son Manuel Palavicini, Jesús Ezequiel de Dios y, en mayor o menor medida, una buena cantidad de narradores recientes, entre los que destacan Heriberto Olivares, Bertha Ferrer y Pascual Bellizia. Cuentistas con una clara conciencia del lenguaje y sus posibilidades dramáticas son Álvaro Ruiz Abreu, Ariel Lemarroy, Teodosio García Ruiz y Vicente Gómez Montero, todos con una producción narrativa dada a conocer hace unos cuantos años.

Tabasco vive, es cierto, una profusa abundancia de narradores. Particularmente a partir de la década de los noventa, con la irrupción tardía de autores nacidos en la década de los cincuenta y sesenta, dominan el escenario narradores novísimos que han visto publicados sus relatos en diarios, revistas culturales y libros colectivos. Sin experimentarse lo que en principio supondría la llegada de un “posmodernismo” no asumido, hay una disgregación formal y temática que –como en toda Hispanoamérica– alude a la música, a la mujer, a los universos imaginarios, al minimalismo, al sexo y a la ciudad como espacios simbólicos, resueltamente entreverados. En ese tenor, el trabajo de Luis Acopa ha cumplido con su primer propósito: mostrar la rica gama de una simiente que bulle bajo el sol y el calor infernal del más profundo trópico.