sábado, 30 de junio de 2012

Un poema



Ariadna en Naxos
 
En esta isla,
dejada como un mal de siglos sobre el Mar Egeo, sobrevives.
Alguien, tal vez un dios lejano e inclemente, te desterró a vivir en soledades.
Ese dios debió de asegurarse que tu cárcel flotara entre las aguas,
entre las Cícladas, como una barca inerme
y que todas tus voces -la apagada y sedienta, la agónica y la definitiva-
proyectaran al viento la soledad que sólo a tu destino habría de consagrarse.

Ahora, en la isla, ahora en ese sueño que custodian las ninfas de los bosques,
una visión de pasos, un presagio de tormentas, susurra a tus oídos.
Entonces -oh, Ariadna- sabes en el fondo de ti que nada se ha perdido,
que el amor no es ese extraño que enmudece porque, acaso, su voz es
ese hilillo de trinos nacido al otro lado de la isla.

Sufrirás, pues, pequeña hija de las desilusiones, mientras la cueva
en la que te guareces de las tempestades te aprisione.
Mientras no sea tu casa un secreto lugar al que no pueda entrarse
sin batientes y del que tampoco sea posible escabullirse.

No habrá Teseo para ti, princesa destronada, porque en cambio tendrás
completas, y a tus anchas, las infinitas horas de tu llanto
y las negadas sombras de Naxos lastimera, Naxos inclemente,
Naxos sorda y distante a las palabras.
Un día, para ti, el amor tendrá otro reino y tú lo habitarás, reina nostálgica.

Ahora calla, Ariadna, calla.
¿Has escuchado que, hasta tu cueva, el aire ha comenzado a susurrar
la hipnótica profecía de los pájaros?