miércoles, 29 de junio de 2011

Diario peligroso. Día 26.



Hoy, una horda de "pochimovileros" bloqueó la carretera que va de Villahermosa a la ciudad de Frontera. La bloquearon sin más. Porque sí. Porque reclaman espacios que no han sabido ganarse. Porque su derecho a impedir el libre flujo de la vida de los otros es más grande que el derecho de cualquiera. A mi mujer, que viajaba en una "combi" de regreso a nuestra casa, no le fue posible llegar en poco tiempo. La "combi" tuvo que sortear por otra vía a más de un grupo de rufianes ocultos bajo la apariencia de servidores del transporte y en más de una ocasión el conductor tuvo que pagar un absurdo derecho de vía para continuar su recorrido. ¿Pero en qué clase de estado de indefensión nos encontramos? ¡El colmo de los colmos! Los señores rufianes se atreven a obstaculizar las calles y los cruces públicos con sus atronadores carcachas, su insolente manera de comportarse y su infernal ruido para que, encima, se permitan estrangular la poca vida que nos queda en los espacios que a todos nos pertenecen. Los diarios y las noticias de la televisión han dado cuenta de la forma en que la policía enfrentó a los revoltosos y es el caso que un mar de ellos ha querido resistirse a fuerza de garrote, con la quema de llantas e incluso con el enfrentamiento franco a las fuerzas del orden.  Y pensar, después de todo, que a estas tierras de Dios nuestro orgullo mal habido ha querido llamar "Edén".

Poesía y reescritura: El cargador de juguetes, de Vicente Gómez Montero


Vicente Gómez Montero, El cargador de juguetes, GUESA Ediciones, México, 2010, 39 pp.

Contra lo que la portada de El cargador de juguetes -el más reciente título del narrador y dramaturgo Vicente Gómez Montero- sugiere, el autor de Las puertas del infierno no entrega al lector en este libro una novela. El brevísimo cuerpo del volumen constituye, probablemente, una de las más serias tentativas de su autor por adentrarse en los meandros de la creación poética, de modo que la pertinencia de su apuesta, la audacia o la reserva de su trazo deben ser apreciados desde los códigos -siempre desdibujados y proteicos- de la poesía en tanto género literario.

Gómez Montero (Veracruz, México, 1964), se ha propuesto reescribir en unas cuantas páginas el milenario mito bíblico de los magos de Oriente en su viaje legendario tras las huellas del Mesías. Al hacerlo, y en la medida en que a lo largo del texto la referencia al "rey" y a los "reyes" constituye el eje articulador de la historia que poéticamente cuenta, el autor parte de una tradición eminentemente religiosa. Ya se sabe que en la Bíblia, el Evangelio de Mateo es el único que hace mención de unos "magos" que -probablemente provenientes de Persia, Babilonia o Asia- atraviesan el mundo hasta entonces conocido sólo para adorar a quien habrá con el tiempo de convertirse en "el rey de los judíos", así que la noción a partir de la que Gómez Montero reescribe la leyenda no puede sino corresponder a un credo asimilado, enriquecido por la imaginería popular y las distintas interpretaciones del episodio bíblico.

En su licencia por recrear, el autor llega al punto de fundir un tiempo mitológico, surcado por alusiones claras al principio de los tiempos, y un tiempo que transcurre en medio de los avatares del personaje principal del poema-narración en que acaba convertido el texto en su conjunto. Así, en el espacio en que el cargador de juguetes, convertido por obra de la historia en detentador de la potestad de encontrar otros "reyes" que suplan a los tres originales de la leyenda, coexisten los mercados, los diarios, la televisión y los paisajes insomnes, aquellos que podrían tener un sitio en el entramado del tiempo, o no tener ninguno.

Se diría que, si alguna virtud habría que reconocerle a este "delicado" ejercicio del narrador avezado que es Vicente Gómez Montero, tal vez este juego de interpolar espacios y trastocar coordenadas temporales constituya -junto con su lenguaje calmo y vigoroso- lo más celebrable del volumen. En ese juego el autor corre el riesgo de convertir a la historia en simple reescritura ininteligible y es eso mismo lo que aparta, apenas perceptiblemente, al texto de ser una novela breve construida sobre los cimientos de la alegoría.

Escrito como una "cosilla" que recuerda la intención con que Pellicer escribió aquellos célebres poemas en honor al nacimiento de Cristo, El cargador de juguetes quizá sólo adolece de la problemática aparición de un par de personajes -una presencia femenina que poco aporta en su difuminado ser al decurso de la historia ("Ella vino por ese tiempo. Doblegó hambre, lujuria y soberbia; fue amada por quienes se dijeron divinidades...") y la figura de un "maestro" (¿trasunto del propio Pellicer?), inexplicable en el contexto de la leyenda transfigurada. Con todo, la poesía detrás de la dilatada escritura del narrrador Gómez Montero ha logrado asomarse con buen tiento en este opúsculo; lo ha hecho sobre los hombros del lenguaje. Nada despreciable en una obra dada al fárrago del drama. Y a su vértigo.


miércoles, 22 de junio de 2011

Un poema




Génesis acuático


                                                                                               ¿Cuántas gotas de llanto se han reunido
                                                                                                para darte apariencia de infinito?

                                                                                                                                                     Elías Nandino


Recorrí estos mares buscando en su salitre lo que el cielo me negaba
me aventuré en sus simas como un moribundo perdido en el océano

Me cegó el sol los ojos
Mi piel se consumió y no tuve entonces sino escamas

No avizoré tampoco un solo esquife que llevara mi cuerpo de regreso
En cambio     contemplé dársenas y barcas hechas tal vez
para encallar en su primer intento

El mar sacó de mí cuanto de ancla restañaba en sus embates
nutrió con algas pliegues que mi cuerpo olvidó por mucho tiempo

Tanto obtuve del mar
Tanto dejé en sus arenas como dagas afiladas

Pero el mar me devolvió un día hacia la vida
Desde entonces no cesa mi brazo de alcanzarlo
de imaginar que regreso en cada parpadeo hasta su orilla.



domingo, 19 de junio de 2011

Monsiváis: entre la seducción y la escritura



1. La figura

Difícil añadir algo a todo lo escrito y dicho en torno a la figura de Carlos Monsiváis. El cronista murió hace justo un año y aún sigue entre nosotros la imagen de su figura, a medio camino entre el crítico admirable e imprescindible y la celebridad progresista que siempre miró con buenos ojos las posturas marginales de las minorías, los rituales urbanos que tan bien logró descifrar y los requiebros de la cultura popular. Difícil no caer en las ya archiconocidas referencias a su capacidad irónica, a su festejada vocación para el ensayo y la crónica y a su "omnipresencia" intelectual a lo largo de las últimas décadas en el México de la llamada transición democrática.

Admirado por muchos, leído por un número incalculable de seguidores, Monsiváis tuvo también -y no pocas veces con legítimo derecho al disentimiento- sobrados detractores. Por lo demás, era natural que un hombre de letras como él, convertido en una especie de celebridad a fuerza de una, por momentos, avasalladora sobreexposición mediática, tuviera adversarios en las diversas arenas que pisaba. Política, economía, activismo social, sociología, periodismo y cinefilia, entre otros campos, se entrecruzaron en su andamiaje de intereses con facilidad sobrecogedora, de manera que también es lícito reconocer que el maestro Monsiváis tuvo por fuerza que haber levantado ámpulas entre no pocos doctos y eruditos.

Lo cierto es que el cronista por antonomasia en que llegó a convertirse el habitante de la colonia Portales  no parece haberse propuesto a lo largo de su  obra construir un cuerpo de ideas irrefutable o monolítico. Si esa impresión ofrece ésta se debe, en todo caso, a la persistencia de sus obsesiones autorales, a la permanencia de sus temas y a la audacia con que consiguió posicionarse como uno de los escritores entrañables del último cuarto de siglo mexicano.

2. Instantes

A la prolija obra de Carlos Monsiváis llegué casi incidentalmente. Alguien me regaló -o es probable que haya comprado- una edición especial de su libro de  crónicas Los mil y un velorios, paseo literario-periodístico por los subterfugios de la nota roja en México, y supe desde ese instante que algo, allí en mi lectura, se revelaba con la fuerza de una verdad bestial e incontrovertible. El lenguaje del cronista se posaba sobre los territorios del crimen, daba cuenta de sus fondos demenciales con una desafección envidiable, en tanto que por otro lado el texto conseguía iluminar con suficiencia un par de verdades presumibles: la extraña atracción del mexicano por el asesinato, por lo grotesco de su difusión a manos de la prensa amarillista y la peculiar coexistencia de la muerte, violenta se entiende, con una cultura nacional que la exalta, aun en medio de sus temores.

Del recorrido in extenso de Monsiváis por nuestra atracción, rayana en lo patológico, hacia lo truculento y lo nefando, poco tiempo después llegó a mis manos una bella antología de relatos por él seleccionados. Lo fugitivo permanece integraba entre sus páginas parte de lo mejor de la cuentística mexicana escrita hasta entonces y de ese amasijo de historias breves, si bien creo recordar tres o cuatro títulos, conservo más en la memoria la breve aproximación ensayística de su antologador al panorama cuentístico en el país, desde finales del siglo XIX hasta traspasada la primera mitad del XX.

Monsiváis afirmaba en ese ensayo introductorio que el cuento en tierras mexicanas había aparecido relativamente tarde -de la mano del romanticismo- para evolucionar, no sin un largo y tortuoso recorrido, hasta la multiplicidad de temas y estilos actuales. Se dirá que nada original hay en el ordenamiento y selección de un conjunto más o menos brillante de narraciones -cosa que por lo demás es un rasgo atribuible a algunas otras antologías-, pero en favor de la selección de don Carlos puede acaso argüirse que el esquema general que propuso en ese libro para la comprensión de la narrativa breve en nuestro país es, a la vez que un recuento de autores y obras, un gracioso e inteligente recorrido por la historia misma del cambio cultural operado en el país a lo largo de décadas.

Con la misma vena con la que el autor de Escenas de pudor y liviandad se dispuso hacia el final de ese prólogo a dar cuenta de la inevitable irrupción  cuentística de los homosexuales, las prostitutas, las minorías de izquierda y, en general, de algunos de los grupos excluidos en el variopinto mosaico cultural y demográfico de México, en sus antologías poéticas (La poesía mexicana I y II) no puede dejar de apreciarse su gusto por festejar lo diverso y por honrar a sus poetas de culto. Personajes como Amado Nervo, Salvador Novo y Carlos Pellicer recibieron de él sendos acercamientos críticos y biográficos, lo que por otro lado nunca excluyó su admiración por la poesía popular destilada en las obras y canciones de José Alfredo Jiménez, Renato Leduc y Pedro Infante,  o en los melodramáticos boleros.

Convertido -particularmente en sus últimos años- en una especie de santón al que era necesario recurrir para entender lo mismo el cambio que el retroceso político-social del país, "el caos ritual" del D.F. o los vaivenes de la literatura mexicana, Monsiváis construyó un discurso inconfundible, a prueba de imitadores. Las claves de su ascenso dentro del firmamento de las letras deben encontrarse, sin duda,  en el valor intrínseco de su  obra, pero también en la seducción a la que su figura peculiar sometió a colegas, lectores, televidentes, comentaristas y legos. A una provisoria comprensión de las claves de esa seducción me llevó, después de un tiempo de frecuentar su obra y su figura, mi extrañeza por la enorme popularidad del que Adolfo Castañón calificara como "el último escritor público" de México.


3. El difícil arte del encantamiento

Monsiváis no tuvo nunca lo que pudiera llamarse un corpus de ideas propio. Para empezar porque -pese al común de las apreciaciones en torno a él- el llamado "padre de la moderna crónica mexicana" no fue un detentador de ideas o de posturas políticas, ideológicas o estéticas. En economía solía asociársele con el estatismo nacionalista; en política con la izquierda contestaria que contribuyó a partir de principios de la década de los setenta al cambio democrático en el país; en literatura la escritura que sobre lo kistch de la mexicanidad desplegó en títulos como Los rituales del caos o, más recientemente, en Apocalipstick le valieron ser identificado como el "ubicuo" testigo de la vorágine defeña y, por extensión, del caos nacional.

Es difícil, con todo, hallar en su dilatadísima bibliografía un claro planteamiento ideológico-político-literario como los que suelen atribuírsele. Quizá porque, en esencia, Monsiváis aspiraba a una síntesis imposible que sólo podía atisbarse a partir de su abrumadora producción periodístico-literaria y de su "omnipresencia" mediática. Lo que es indiscutible es que Carlos Monsiváis Aceves consiguió exitosamente conjuntar, a través de su obra, fragmentos de esa realidad inefable de la cultura en México. Talvez en ello estribe el mayor mérito de su trabajo creador y de su talante intelectual. Lograr semejante propósito -el de construir una imagen aceptada y, por momentos, peligrosamente generalizable de México- no pudo haber descansado únicamente en una obra con legitimidad reconocida, pero a duras penas digerible en su totalidad entre seguidores y lectores.

Era preciso sumar a la estatura literaria, a la defensa de las libertades civiles y sociales, la personalidad, sus manías y sus contrastes. Era necesario subyugar a partir de una figura que, siendo parte de la constelación de celebridades y figuras públicas de México, fuera capaz de voltear la mirada hacia el maremágnum de las expresiones populares, defender causas por largo tiempo indefendibles (como la de los homosexuales, las mujeres sin derecho al aborto y el laicismo arisco a la feligresía penitente), y, por encima de todo, hacerlo desde la simplicidad del hombre irónico y franco, sin más capital que el de su mirada inquisitiva y su sentencioso desenfado frente a las mil y un formas del autoritarismo.

Las claves de ese Monsiváis que cautiva a base de inteligencia quizá también deban comprenderse a partir del Monsiváis demasiado humano para desconocer -en un país dominado por la sinrazón de las facciones y los grupos- los subterfugios del poder y de la seducción social. No otro es el camino para entender, a un año de la muerte del cronista, la enorme estela de su obra y su figura.

Diario peligroso. Día 25.



No fue raro no encontrar, hoy en casa de mis padres, a papá que se afana día a día en los quehaceres religiosos de la parroquia del pueblo. Si alguien me hubiera dicho hace apenas unos años que el viejo habría de entregarse con el tesón con que ahora se entrega a las labores "del reino", quizá me hubiera reído. O quizás hubiera deseado que esas palabras tuvieran algo de profético. Hoy, el viejo no para: ora asiste devoto a los oficios del templo, que a reuniones donde se decide el rumbo de la feligresía; ora conversa con frecuencia con el cura de turno y toma parte en colectas, para la edificación de la nueva iglesia, que a veces se antojan imposibles. La vida de papá ha dado un giro, quizá sólo explicada por su deseo de seguir sintiéndose útil, una vez concretado su retiro tras cuarenta años de servicio como maestro en diferentes escuelas secundarias de Tabasco. La utilidad de su vida, tanto tiempo en función de su papel de proveedor de una familia más o menos peculiar como la nuestra, ahora pareciera depender de su entrega -también peculiar- al servicio de lo eclesiástico, a su voluntoriosa manera de entregarse a lo divino. Es curioso, una vez escribí un relato en el que el padre del protagonista era un hombre obstinado con la vida confesional y ascética. Papá, sin ser un obsesivo, da muestras suficientes de querer convertirse en algo que siempre rechazó: un hombre que, a su modo, busca a Dios entre los santos, los rituales y las sotanas. Nada que ver, por supuesto, con el necio de mi relato. Todo que ver con este hijo que fiel a su cariño, lo admira y, desde el fondo aún soñado de su infancia, lo retrata.

lunes, 13 de junio de 2011

Breve tributo a Salvador Córdova León (1953-1996)



Mi amigo, el poeta Ervey Castillo, me pide que escriba una pequeña semblanza del maestro Salvador Córdova León para el periódico Tabasco Hoy. Le respondo que sí, que la escribiré, y entonces me pongo a pensar en las cosas que, en tributo al maestro, pueden apenas esbozarse. A Salvador Córdova León (Villahermosa, Tabasco, 1953) lo conocí en el taller literario de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Yo cursaba aún el primero de los años de la carrera de economía  y mi arribo al taller donde se fraguaban letras y -eventualmente- se forjaban vocaciones al servicio de la literatura fue más un accidente que una elección para encontrar un camino.

El maestro Córdova era un hombre afable. Escuchaba con delicadeza y atención los textos de quienes irrumpíamos, a veces con más audacia que logros, en el universo de la escritura y siempre ponía a nuestra disposición lecturas y libros, recomendaciones y enmiendas que no apuntaban sino a perfeccionar en escritores en ciernes, como los que entonces pretendíamos ser, las habilidades que el poema o el cuento, la breve línea o el aforismo requerían para su existencia como formas verbales en pleno. Nunca olvidaré el  impacto definitorio que para mi comprensión de la palabra poética tuvo, en voz del maestro, la lectura del breve poema En una estación del metro, del poeta norteamericano Ezra Pound:

                               The apparition of these faces in the crowd;
                                petals on a wet, black bough

                                [La aparición de estos rostros entre la muchedumbre
                                pétalos en una húmeda, negra rama]
             
Allí, en la economía de palabras y en la intensidad de la imagen, el credo poético que el maestro -años después lo supe- asumiera como fundamento de su corta obra, y allí también el aliento  preciso, despojado de ornamentos, que él apreciaba en los distintos trabajos leídos en su taller.  Poundiano como al final del cuentas era, ahora me queda claro que la poesía de Salvador Córdova León encarnó, en su momento, una tarea no siempre a tono con la estética dominante entre los miembros de su generación y era la suya una búsqueda lúdica -tantas veces contrastante con su figura estoica, gravemente irónica- de la metáfora exacta y luminosa.

Un día, alguien en la universidad nos avisó que el maestro Córdova León había enfermado. Desasosiego, incertidumbre, pesar por su ausencia entre quienes lo conocíamos. Otro día el rumor, apenas contenido, de su partida irremediable. El maestro Córdova León terminó por dejar este mundo un día grisáceo de 1996. Sobrevive entre nosotros su varia, varia invención, la chispa y la semilla que sembró en quienes lo tratamos con ese "corazón envuelto en llamas", enloquecido una vez, y para siempre, por la pasión y la palabra.

domingo, 5 de junio de 2011

Diario peligroso. Día 24.



Soy el dueño de una casa vieja. Por lo menos, eso dice mi padre que se ha dispuesto a heredármela sin más mérito que el de ser hijo suyo. Sin papeles que digan otra cosa, la casa sigue siendo del viejo, pero ahora es en cierto modo mía, como mía también es la responsabilidad de  decidir sobre su destino. Por su estado, la casa necesita mil y un remiendos: una nueva mano de pintura, un nuevo techo y también nuevos aires, quizás otras ideas que devuelvan el brillo que sus más de treinta años han terminado por quitarle. En la casa se quedan mis recuerdos. La infancia de temores, ansiedades y retraimientos, tanto como mi adolescencia atolondrada; los juegos de los años de escuela, así como las rencillas inevitables con aquel que competía por las canicas, el mejor de los trompos, el escondite mejor en las noches de juegos. Se quedan, también, aquellos rostros: la vieja E., sola y triste por la ausencia de un hijo que la ignora y doña S., especialista en llevar a mi madre los chismes "recién salidos" de la cuadra. Se queda doña J., altiva señora que siempre miró con desconfianza a esa banda de críos disparejos en que nos convertimos los hijos -eternos rivales de sus nietos- de mis padres y también doña R., cuyos ojos verduzcos y cuyo andar coqueto nos hablaban de un pasado de juvenil prestancia, de belleza sin par, y de una vida arruinada por vivir bajo el techo de un borracho. En la casa se quedan los ecos de pleitos entre hermanos, entre esposos que a ratos no se soportaban y los escarceos del amor, del vouyerista aquel que creyó en que su vecina -la resbalosa G.- tenía los pechos y las curvas más excitantes del planeta. Todo se queda allí, junto con mi perplejidad ante su estado ruinoso, su invendible presencia que atestigua la transformación del pueblo y, quizás, su silente dolor ante nuestra partida inevitable. Mirándola, como la miro cuando regreso a ella para intentar restaurarla, no puedo sino acordarme de aquel célebre poema, Últimos días de una casa, de Dulce María Loynaz, la genial poeta habanera:

                        Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
                        unido está a su casa poco menos
                        que el molusco a su concha.
                        No se quiebra esta unión sin que algo muera
                        en la casa, en el hombre...O en los dos...

Supongo que algo ha comenzado a quebrarse en aquellos que alguna vez poblamos ese pequeño espacio que ahora guarda sólo polvo. Y una memoria de ausencias.