miércoles, 23 de febrero de 2011

Diario peligroso. Día 17.



Terminó el sábado pasado el Encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer, organizado por el Instituto Estatal de Cultura. Después de siete ediciones del encuentro, el evento sigue convertido en una especie de desencuentro que año con año convoca a poetas escogidos y deja fuera a más de un pergueñador de poemas nacido en el estado o en sus allendes. El asunto es, hasta cierto punto, previsible. En cuestiones de literatura, jamás será posible "sumar individuos" y siempre habrá aprovechados y resentidos, apacentadores y demoledores. ¿Qué otra cosa puede ser, por otro lado, una disputa por un encuentro de poesía sino una batalla por las palabras? Poseer a las palabras es, de algún modo, blandirlas para ignorar a otros, para acallarlos y para enseñorearse como los detentadores de una verdad, así sea irremediablemente efímera. Mi amigo Carlos Coronel -convertido en un francotirador con agallas- y el maestro Ramón Bolívar accedieron a presentar Todo está escrito en otra parte. Carlos se atrevió a arrojar, en plena presentación, una "granada" que no tuvo inmediato efecto y también dijo cosas del libro, y de mí mismo, que en parte se aproximan a una opinión que del libro -y de mí mismo- acaso comparta. La comida -en el marco del Encuentro- con Dionicio Morales, Francisco Magaña, el regiomontano Armando Alanís Pulido y con la laureada poeta morelense Kenia Cano (ganadora del Premio Iberoamericano en su edición del año pasado) me devuelve, por otro lado, un poco de la confianza perdida en mi trato con poetas -la vida de los poetas suele ser asaz vulgar, me parece haber leído en algún lado, y es mejor aproximarse a ellos, antes que a través de sus personas, por medio de sus escritos. Morales es simpatiquísimo y, en medio de sus puteadas y sus chanzas, su conversación da muestras de una conciencia literaria ciertamente refinada. Magaña secunda a Morales con su proverbial bonhomía, mientras los otros seguimos con interés una conversación que lo mismo divaga largo rato sobre el genio de Gabriel Zaid, las tortillas refritas y el pejelagarto ofrecido dentro del menú que saboreamos, o en torno a las perplejidades que crea un Encuentro como el que año con año ve desfilar a ciertas, "imprescindibles", vacas sagradas. Después de la comida, el Encuentro se acaba para mí como en un abrir y cerrar de ojos. No asisto a ninguna otra de sus actividades programadas porque entonces me sumerjo en mi terrenal y -no pocas veces- nada poética vida cotidiana. ¿Soy un poeta,  después de todo?

miércoles, 16 de febrero de 2011

Sobrevivir a un premio: en torno a Las puertas imposibles, de Pablo A. Graniel*



Pablo A. Graniel, Las puertas imposibles, México, Instituto Estatal de Cultura de Tabasco, 2010, 72 pp.

¿Qué premian a ciencia cierta los certámenes literarios, los millares de concursos convocados a lo largo de un ámbito geográfico-cultural como el hispanoamericano? ¿Cumplen fehacientemente esos certámenes con su propósito de estimular la creación y difusión de obras señeras, esenciales para el ensanchamiento de horizontes que demanda cualquier literatura? No descubriré el hilo negro: los concursos literarios son producto de la inventiva humana y, como tales, padecen recurrentemente el peso de la ruindad y -acaso con persistencia- de la honradez intelectual y la osadía imaginativa. Es lícito, al hablar de premios, alegar la legitimación y la validación de trayectorias y prestigios, tanto como descreer de sus virtudes a la hora en que se proponen pontificar sobre lo que en verdad vale pena.


Justifico este "rodeo" introductorio porque ahora habré de referirme a Las puertas imposibles, el libro del joven poeta Pablo A. Graniel (Comalcalco, 1983), galardonado en 2008 con el premio tabasqueño de poesía José Carlos Becerra. ¿Qué tenemos aquí, con este volumen? En primera instancia un amasijo de poemas que discurre con soltura sobre temas ceñidos, constantes en la meteórica -por llamarle de algún modo- carrera literaria del joven laureado. Hay concisión también. El poeta es dueño de la forma breve que ha escogido para los pies poéticos sobre los cuales construye sus pequeños artefactos verbales y hay, en ese sentido, buena fortuna. El libro se resuelve ante los ojos del lector con la efectividad de un soplo que consigue cerrarle los ojos para, entonces, hacerle caer en la cuenta de su perplejidad ante una imagen que se difumina. Porque, como en los anteriores libros de Graniel, la imagen es un pequeño lienzo en poemas elaborados, no tanto para el regusto memorioso, como para la contemplación de una idea breve que ha tomado, de pronto, la forma de palabras. Así escribe, por ejemplo, el autor en Oscura confidencia (2004), uno de sus poemarios previos:

                                      La inmortalidad es un pozo
                                      en el que la muerte
                                      se mira a los ojos

En Las puertas imposibles la misma idea es reformulada desde la perspectiva de una segunda persona, aquella que, a través de la poesía, consigue desnudar la mirada oculta de la muerte. Aquí, como en una buena parte de los poemas del libro, el poeta procede, a través de la asociación de entidades disímbolas, a dotar al poema de un significado evanescente, aprehensible sólo desde cierto disfrute intelectivo y desde una música verbal con mínimas variaciones tonales.

                                     No están en el fondo las palabras verdaderas
                                     Respiran silenciosas en tu hombro

                                     La poesía te mira desde otros ojos

                                     Hacen florecer en ti la rosa oscura
                                     con la rapidez amarga del milagro

                                     Tú esperas el veneno

                                      Las serpientes no atacan

                                      Sueñan

                                      Se deslizan

Cuando el autor se refiere a Dios -otro de sus temas constantes- lo hace desde la convicción de una presencia cercana. Dios es un grito dentro de la poesía de Graniel, pero también es un silencio. Poesía y mística se confunden aquí en un abrazo que trae indisolublemente como resultado descubrimientos, epifanías atisbadas desde la contemplación y el canto apenas jubiloso de las palabras.

                                      Somos la eterna fiebre de Dios
                                      su estampida inagotable de memoria

                                      Dios es un grito incisivo
                                      calando al cráneo del mundo

                                      Dios es el eco que callan
                                      estas paredes derrumbadas

Una aproximación más reposada a la obra que Pablo A. Graniel ha dado a conocer hasta ahora no puede obviar, por otra parte, el  peso que la obra de poetas a los que admira ha terminado por ejercer en una voz en expansión como la suya. La presencia más cercana a su experiencia vital, a sus intereses escriturales, tal vez sea innegablemente la de Francisco Magaña. Poeta reconcentrado y, al mismo tiempo, diverso, vasto en su hálito de ascendencia mística, gran lector, la figura del autor de Comunión de sueños parece asomarse por momentos a través de las rendijas patentes de los libros de Graniel, sin que ello inhiba la búsqueda formal que éste ha comenzado a desplegar a lo largo de sus títulos.

Desde esa perspectiva, los temas que este joven prefiere son casi siempre abordados con un rigor formal y estilístico apreciables, razón demás para confiar en que su comprensión de poéticas tan varias como el romanticismo -de la mano de Hölderlin-, los varios rostros del misticismo -con un autor capital como Edmond Jabés a la cabeza- y algunas de las propuestas estéticas de la segunda mitad del siglo XX -metapoesía, poesía pura, poesía vertical- consigue hacer de su apuesta creadora una tentativa seria que -muy deseablemente- habrá de evolucionar hacia otras formas de expresión y planteamiento poéticos. Las puertas imposibles constituye, pues, una muestra de esa profusión de escuelas y lecturas de las que Pablo Graniel ha venido abrevando. Confluyen en el libro la tensión interior, la austeridad y el rigor, junto con la síntesis -mezcla de intelecto y carga emotiva- que hacen de sus temas -la escritura misma del poema, Dios, la muerte, el amor- un alegato válido a favor de una búsqueda que parece ya ir encontrando destino.

Las puertas imposibles ha sumado un premio más al corto recorrido de Pablo A. Graniel por los terrenos minados de la escritura poética. El riesgo para una trayectoria exitosa acecha. La repetición, la conformidad, las fórmulas gastadas son indicios que el poeta verdadero debe mirar con ojos atentos, so pena del autoengaño complaciente. Es probable que esa revelación que, en muchos sentidos, ha resultado Pablo Graniel para la poesía escrita desde Tabasco vea de muy buena gana la exploración de otros tonos, otros acentos y otras cadencias. Al fin y al cabo, como reza una frase que circula poco entre corrillos literarios, "es el ganador quien hace el premio; nunca el premio determina la estatura del galardonado." El premio tabasqueño de poesía José Carlos Becerra puede ostentar entre sus ganadores a un poeta de la talla de nuestro amigo Pablo, un poeta que -seguro- habrá de sobrevivir al embate taimado del triunfo al que, peregrinamente, sucumben tantos.

* Texto leído con motivo de la presentación del libro, en el marco del VII Encuentro Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer Cámara.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Diario peligroso. Día 16.



Palenque. Sus legendarias ruinas mayas. Es día de asueto con motivo de la promulgación de la Carta Magna en México. Mi mujer y yo nos adentramos en la selva como nunca lo habíamos hecho y pernoctamos en una de las cabañas rentadas, en su mayoría, por extranjeros. A nuestro alrededor el gruñido del mono saraguato se expande desde las copas de los árboles hacia cientos de metros como un sonido extraño, martilleante y poderoso. Todo es misterio aquí. La selva con su verde impenetrable. La cascada y su fluir indetenible, enclavada en algún sitio rodeado de follajes. Por la noche, la música de reggae, el ir y venir de los rastafaris provenientes -se diría- de todo el mundo nos invitan a salir de nuestro encierro, pensado, ingenuamente, para el descanso. Un grupo argentino de rock anima hasta pasada la media noche la velada y no es raro encontrar allí, lo mismo a un alemán que a un español, a un gringo que a un danés o un italiano. Entre tanta asistencia, entre tanta abigarrada muchedumbre, la sensación de habitar un mundo que pesa demasiado para nosotros. Volvemos entonces a nuestra cabaña-morada como aquellos que buscan un sitio primigenio, a salvo de miradas, del alcohol que corre por entre sonrisas y de la marihuana que, a ratos, asoma su color indescifrable, su furtiva esencia de cosa compartible. De la cabaña, en donde un simple muro nos divídía de nuestros vecinos americanos, de sus conversaciones a media luz, salimos al día siguiente con mayores ánimos. La vuelta a Villahermosa, después del desayuno en el centro del pueblo (ahora más grande) que en realidad sigue siendo Palenque. La promesa en el aire de volver a un lugar que -cierto: aun y por momentos- de algún modo nos pertenece.

martes, 1 de febrero de 2011

Diario peligroso. Día 15.




El viaje a Valle de Bravo. La pérdida del primero de los vuelos a la desorbitada Ciudad de México y la llegada, con retraso, al laberíntico aeropuerto. El trayecto surcado de edificios, de autos y de gente en el impersonal desfile que distingue a la megalópolis. La visión de una hilera infinita de pinos, la moderna autopista y ese adentrarse a un mundo serenamente ajeno. El frío que arrecia con el ascenso al complejo turístico y el uso indispensable de ropa abrigadora. La festiva conversación entre mis compañeros de viaje y la bienvenida -cálida, eficiente- de los organizadores. Los días que transcurren, acaso imperceptibles, a orillas del sonido que despide la cascada. La brisa. El despeñarse del agua, allá en lo hondo del río. Por las noches, el frío cala a tal grado que es imposible caminar descalzo y no irse a la cama con los pies envueltos y con más de un edredón de por medio. Apenas al día siguiente del arribo, el paseo por el pueblo. Las callejuelas empedradas, la iglesia de San Francisco de Asís y los atardeceres  descendiendo hacia el valle luego de dominar el horizonte. Y en medio de todo ello, el lago. Su majestuoso tránsito de más de veintiún kilómetros por entre montañas, bajo nubes serpenteantes por las que es posible encontrar algún paracaidista fundiéndose con el infinito. El lago que los fines de semana se llena de turistas, de paseantes que lanzan su pequeño velero o su lujoso yate a las aventuras del agua. Entonces el regreso. La breve e inmortal fotografía como constancia de una fugacidad apenas compartida, y la alegría. La alegría que, secretamente, deja un poco de mí en este sitio y que también, extrañamente, a partir de ahora, más que nunca, me acompaña.