jueves, 30 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 11.



Mamá me llama triste por teléfono para avisarme de la muerte del tío Pedro, el último miembro de la estirpe por el lado paterno de su linaje. Yo la escucho en silencio, pero le expreso en cuanto puedo lo primero que se me ocurre. "Era muy bueno el tío", le digo. Al otro lado de la línea, su pesar. De este otro lado, la absoluta incompetencia para decir algo más congruente en torno a la figura del querido viejo desaparecido.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 10.



Enfermo desde hace días por un resfriado obstinado en no dejarme. Buenas noticias a mi alrededor, mientras los días se precipitan, pareciera que con angustia, hacia el final del año y de la década. Mi amiga G. me envía por correo electrónico el discurso que a principios de mes pronunciara, ante la Academia Sueca, nuestro muy admirado Vargas Llosa, con motivo de la recepción del Nobel. Otro poeta, el gran Ramón Bolívar, me regala libros, parte de una biblioteca vasta que se ha propuesto, según creo, obsequiar en su totalidad. Me apresto, así, plagado de trabajo y de lecturas pendientes, a recibir lo más serenamente que me sea posible el impacto brutal del ruido que consigo trae la Navidad.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Diario peligroso. Día 9.



Ningún día como el de hoy para sentirse eminentemente "guadalupano". Ninguno mejor para sentir que, ahora sí, la fiesta puede ir empezando como Dios manda, y que de hoy en adelante, y hasta bien entrado el año nuevo, los mexicanos tenemos los días contados para "atorarle" al festejo. ¿Qué sabrán -si es que algo saben- de culto mariano los taxistas y sus bulliciosas procesiones camino de algún templo? ¿Qué sabrán de adorar los "pochimovileros" de mi colonia, los tenderos, los empleados que sacan de algún lado su fervor histriónico-religioso, los cantantes que por la televisión exhiben ante todos su amor insuperable por "la morenita"? ¿Qué sabré yo de todo ello? En cambio, admiro a quienes sí parecen saber de la razón de su recocijo. En la casa de mis padres, por ejemplo, mamá regaló pastelillos a las buenas señoras que acudieron puntualmente, como todos los años, a ofrendarle sus voces al pequeño altar que instaló en el patio. Repito: ¿qué sabremos de festejar nosotros: los solitarios, los embriagados con tanta celebración insulsa, los renuentes a la fe, los borregos que peregrinan sin sabe por qué, pero peregrinan, los indiferentes, los rezadores que repiten hasta la saciedad un credo que tal vez no sientan en carne viva? ¿Sabremos, después de todo, algo de todo eso?

lunes, 6 de diciembre de 2010

Un poema

El sil
Lejanías


Bajo la extensa piel que me contiene, el silencio.
La voz sajada que no sabe que sé más de ella misma
que de mi propia llaga.
Bajo el nudo sostenido en la garganta,
la terca respiración, la sístole y la diástole de ser
de cara a la derrota que enmudece.
En esa condición
-en esa cicatriz desamparada-
nombrar lo que precisa de la luz
es devolver a la materia sus despojos.
Es transigir ante los estallidos de la desolación
como si de una senda de abrojos se tratara.
Y en ese silenciar de voces y susurros,
en ese desconfiar de las palabras,
la luz es una dádiva ofreciendo a la sombra
su infinita voluntad de no morirse.
Lo demás, como páramo celeste,
como abismo nombrado mientras nombrar
es semejante al acto mismo de fundar el mundo.
Lo demás es callarse.
Dejar que, traspasada la nítida sensación de lejanías,
la luz cuente la historia
de nuestra bienehechora incertidumbre.